Lo bueno de leer libros de diarios es que sin salir de tu casa te pegas unos viajes en el tiempo que ya le gustaría a Marty McFly. Y no por mundos ficticios, sino por mundos que te muestran la vida tal como fue y ya no es.
Yo estoy ahora con los diarios de Josep Pla, que es como decir que cada vez que abro el libro regreso a la España de Maura, de los últimos carlistas, de la Primera Gran Guerra. Y no se imagina usted la de sorpresas que depara un viaje así. Estamos tan acostumbrados a repetir el soniquete de que todo lo moderno es un asco que hemos acabado por creérnoslo.
Y la verdad es que basta una simple mirada hacia atrás para comprender que el mundo occidental, España especialmente, no puede permitirse ciertos retrocesos. Y no pienso solo en los aspectos técnicos y científicos, que también (en 1919 el tren tardaba nueve horas en llevar a Pla de Barcelona a Palafrugell, Gerona), estoy hablando, sobre todo, de esas cuestiones de las que siempre escuchamos hablar como del paraíso perdido, o sea, de la educación, del respeto, del trato entre padres e hijos, entre alumnos y profesores. Los que aún piensen que nuestro sistema educativo es una birria quizá no les falte razón, pero que antes de suspirar por cualquier sistema pretérito que lean lo que Pla dice del sistema de su época. Los que consideren que las relaciones familiares actuales están cariadas que echen un vistazo al Cuaderno Gris y hagan cuenta si aquel envaramiento, aquella distancia, aquella ausencia de amistad y de comunicación merecía conservarse.
Leer libros de diarios debería ser un ejercicio obligatorio entre conservadores: se darían cuenta de que hay cosas que no merece la pena conservar. El propio Rey dijo días atrás que no hemos llegado hasta aquí para dejar escapar los logros. Y eso que la Familia Real debe ser la única familia en España cuyo estatus no ha cambiado desde los tiempos de Pla.
Publicado en el periódico Extremadura