Fiestas de agosto. Jóvenes bebiendo cerveza en macetones de plástico en torno a una barra de chapa. La música suena lo justo para que el pensamiento no florezca. La carne busca otra carne con la que cerciorarse de que el mundo está hecho sólo para el aquí y para el ahora. Fuera de este hongo de música nos aguarda una zahúrda de judíos y de palestinos, de incendiarios, de promesas que el tiempo no ha cumplido.
Por eso me sumo a esta pira de carne joven que ni siente ni padece, sino todo lo contrario, que quisiera calcinarse bajo la noche que trae en el bies de la lengua la promesa de ser distinta a otras tantas, aunque tampoco hoy la cumpla. Pero, ay, mis ojos me llevan hacia una camiseta serigrafiada con una frase que pretende ser original: «no quiero ser como tú», y seguramente el tipo que la lleva ignore hasta qué punto es cierto que somos comparsas en una guerra por la originalidad que inunda la tele, la literatura, la política, el vivir, y que nos arrastra a desear un coche distinto, un traje de boda distinto, un peinado distinto, cosas así, y que, sin embargo, nos hace recalar irremisiblemente en la misma fiesta, bailar la misma música y beber la misma bebida.
Y aún así nos gusta creernos piezas únicas, irrepetibles como un trazo de Leonardo. Sin duda que detrás de tanta quimera se esconde la palabra dinero. Pero yo siento que todo cuanto hay a mi alrededor es como esta breve fiesta de verano. Un bullicio, un roce, una camiseta que se quita y que se pone. Nada. Una nada compartida y repetida hasta la saciedad. Lo menos original del mundo, pero hermosa cuando puedes vivirla junto a una pira de cuerpos que son irremediablemente como tú.