Harris Marvin.
Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura.
Entresaco aquí algunas de las reflexiones que más me han impresionado de este libro clásico.
La ignorancia, el miedo y el conflicto son los elementos básicos de la conciencia cotidiana. El arte y la política elaboran con estos elementos una construcción onírica colectiva cuya función es impedir que la gente comprenda qué es su vida social.
El calor y el humo inútiles provocados durante un sólo día de embotellamientos de tráfico en Estados Unidos despilfarran mucha más energía que todas las vacas de la India durante todo el año. La comparación es incluso menos favorable si consideramos el hecho de que los automóviles parados están quemando reservas insustituibles de petróleo para cuya acumulación la Tierra ha requerido decenas de millones de años. Si desean ver una verdadera vaca sagrada, salgan a la calle y observen el automóvil de la familia.
Pese a la expresión «sudar como un cerdo», se ha demostrado recientemente que los cerdos no sudan. El ser humano, que es el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo evaporando 1.000 gramos de líquido corporal por hora y metro cuadrado de superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo puede liberar es 30 gramos por metro cuadrado.
En condiciones preindustriales, todo animal que se cría principalmente por su carne es un artículo de lujo.
Nuestra forma principal de adaptación biológica es la cultura, no la anatomía. No cabe esperar que los hombres dominen a las mujeres por el mero hecho de ser más altos y más fuertes, más de lo que cabe esperar que la especie humana sea gobernada por el ganado vacuno o los caballos, animales cuya diferencia de peso con respecto al marido corriente es de treinta veces superior a la existente entre éste y su esposa. En las sociedades humanas, el dominio sexual no depende de qué sexo alcanza un mayor tamaño o es innatamente más agresivo, sino de qué sexo controla la tecnología de la defensa y de la agresión.
¿Por qué debe concentrarse el esfuerzo de embrutecimiento en los hombres? ¿Por qué no se enseña a hombres y mujeres a manejar la tecnología de la agresión? Estas son preguntas importantes. Pienso que la respuesta tiene que ver con el problema de adiestrar a los seres humanos -de uno u otro sexo- a ser despiadados y feroces. A mi modo de ver, hay dos estrategias clásicas que utilizan las sociedades para hacer a la gente cruel. Una es estimular la crueldad ofreciendo alimentos, confort y salud corporal como recompensa a las personalidades más crueles. La otra consiste en otorgarles los mayores privilegios y recompensas sexuales. De estas dos estrategias, la segunda es la más eficaz porque la privación de alimentos, confort y salud corporal es contraproducente desde el punto de vista militar. El sexo es el mejor refuerzo para condicionar personalidades crueles puesto que la privación sexual aumenta en lugar de disminuir la capacidad de lucha.
El mito de la mujer maternal, tierna, pasiva por instinto, es simplemente un eco creado por la mitología machista concerniente a la crueldad instintiva de los hombres. Si sólo se permitiera a las hembras «masculinizadas» y feroces tener relaciones sexuales con los varones, no tendríamos dificultad alguna en lograr que todos creyeran que las hembras son agresivas y crueles por naturaleza.
Si se utiliza el sexo para estimular y controlar el comportamiento agresivo, entonces se sigue que ambos sexos no pueden embrutecerse simultáneamente en el mismo grado. Uno u otro sexo debe ser adiestrado a ser dominante, Ambos no pueden serlo a la vez. Embrutecer a ambos equivaldría a provocar una guerra declarada entre los dos sexos. En otras palabras, para hacer del sexo una recompensa al valor, se debe enseñar a uno de los sexos a ser cobarde.
Algunos de los estilos de vida más enigmáticos exhibidos en el museo de etnografía del mundo llevan la impronta de un extraño anhelo conocido como el “impulso de prestigio”. Según parece, ciertos pueblos están tan hambrientos de aprobación social como otros lo están de carne. La cuestión enigmática no es que haya gentes que anhelen aprobación social, sino que en ocasiones su anhelo parece volverse tan fuerte que empiezan a competir entre sí por el prestigio como otras lo hacen por tierras o proteínas o sexo. A veces esta competencia se hace tan feroz que parece convertirse en un fin en sí misma. Toma entonces la apariencia de una obsesión totalmente separada de, e incluso opuesta directamente a, los cálculos racionales de los costos materiales.
A la forma maniaca de consumo y despilfarro conspicuos se la denomina como potlatch. El caso más extraño de búsqueda de status se descubrió entre los amerindios que en tiempos pasados habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington. Aquí los buscadores de status practicaban lo que parece ser una forma maniaca de consumo y despilfarro conspicuos conocida como potlatch. El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un jefe poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaba incluso a buscar prestigio quemando su propia casa (…) el potlatch ha sido un monumento a la creencia de que las culturas son las creaciones de fuerzas inescrutables y personalidades perturbadas.
Los esquimales explicaban su temor a los donantes de regalos demasiado jactanciosos y generosos con el proverbio: «Los regalos hacen esclavos como los latigazos hacen perros»
Los bosquimanos trabajan para su subsistencia sólo de diez a quince horas por semana. Este descubrimiento destruye eficazmente uno de los mitos de pacotilla de la sociedad industrial: a saber, que tenemos más tiempo libre en la actualidad que antes. Los cazadores y recolectores primitivos trabajan menos que nosotros, sin la ayuda de ningún sindicato, porque sus ecosistemas no pueden tolerar semanas y meses de un esfuerzo extra intensivo.
Todos los pueblos antiguos -como la mayor parte de los modernos- creían que no se podían ganar batallas sin asistencia divina. Para conquistar un imperio, o simplemente sobrevivir como Estado independiente, se necesitaban guerreros con los que los antepasados, ángeles o dioses estuvieran dispuestos a cooperar.
Los evangelios cristianos no exponen, ni siquiera mencionan, la relación de Jesús con la lucha de liberación de los judíos. Por los evangelios nunca conoceríamos que Jesús pasó la mayor parte de su vida en el teatro central de una de las rebeliones guerrilleras más feroces de la historia. Menos evidente aún resulta para los lectores de los evangelios el hecho de que esta lucha continuara intensificándose mucho tiempo después de la ejecución de Jesús. Nunca podríamos adivinar que en el año 68 d.C. los judíos llegaron a lanzar una revolución total que requirió la presencia de seis legiones romanas al mando de dos futuros emperadores antes de conseguir dominarla. Y mucho menos habríamos sospechado alguna vez que el mismo Jesús murió víctima del intento romano de destruir la conciencia militar-mesiánica de los revolucionarios judíos.
La revolución judía contra Roma fue provocada por las desigualdades del colonialismo romano, no por el mesianismo militar judío. No podemos juzgar a los romanos como “más prácticos” o “realistas” simplemente porque fueron los vencedores. Ambas partes emprendieron la guerra por razones prácticas y mundanas.
En la cultura, como en la naturaleza, frecuentemente sistemas que son producto de fuerzas selectivas no logran sobrevivir, no porque sean deficientes o irracionales, sino porque encuentran otros sistemas que están mejor adaptados y son más poderosos.
Casi por definición, la revolución significa que una población explotada debe adaptar medidas desesperadas frente a grandes dificultades para derrocar a sus opresores. Clases, razas y naciones aceptan habitualmente el desafío de estas dificultades no porque sean embaucados por ideologías irracionales, sino porque las alternativas son lo bastante detestables como para que valga la pena de correr riesgos todavía mayores. Creo que esta es la razón por la que los judíos se rebelaron contra Roma. Y también la razón por la que la conciencia militar mesiánica judía experimentó una gran expansión en la época de Jesús.
No pretendo saber qué es exactamente lo que se proponía Juan el Bautista, pero el contexto terrenal en el que deberíamos juzgar su conducta no puede ser el de una religión que todavía no había nacido. Sólo puedo pensar en sus dichos y hechos relatados en el contexto de una chusma polvorienta y agitada de campesinos, guerrilleros, evasores de impuestos y ladrones, metidos hasta las rodillas en el Jordán, consumidos por un odio insaciable contra los tiranos herodianos, los sacerdotes marionetas, los arrogantes gobernadores romanos y los soldados paganos que se tiraban pedos en los lugares sagrados.
La figura humilde sobre el asno no era un mesías pacífico. Era el mesías de una pequeña nación y su príncipe de la guerra aparentemente inofensivo, un descendiente de David, quien también se alzó de la aparente debilidad para confundir y someter a los jinetes y aurigas enemigos. Los paganos tendrían la paz, pero sería la paz del largamente esperado Sacro Imperio Judío. Así es al menos cómo las muchedumbres que se alineaban en el camino interpretaron lo que estaba sucediendo, ya que gritaban al pasar Jesús: “¡Hossana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino, que viene de nuestro Padre David!”
Debo señalar también en este momento la interpretación evidentemente falsa o dada tradicionalmente a lo que Jesús dijo cuando le preguntaron si los judíos debían pagar impuestos a los romanos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Esto sólo podía significar una cosa para los galileos que habían participado en la rebelión de Judas de Galilea contra los impuestos, a saber: “No pagar”. Pues Judas de Galilea había dicho que todas las cosas en Palestina pertenecían a Dios. Pero los autores de los evangelios y sus lectores probablemente nada sabían de Judas de Galilea, por lo que conservaron la respuesta sumamente provocativa de Jesús en el supuesto erróneo de que mostraba una actitud genuinamente conciliatoria hacia el gobierno romano.
Brandon infiere del énfasis puesto por Marcos en la destrucción del templo de Jerusalén como un castigo de los asesinos de Jesús, que este evangelio, el primero que se compuso y el modelo para los demás se escribió en Roma después de la caída de Jerusalén. Como dice Brandon, probablemente se escribió como respuesta a la celebración de la gran victoria del año 71 d.C.
La fuente principal de conversos a esta nueva religión, si no en número, sí en influencia, continuó siendo los judíos urbanos dispersos por todo el Mediterráneo oriental. En contra de la leyenda, el cristianismo no hizo ningún progreso entre las grandes masas de campesinos y esclavos que constituían la mayor parte de la población del imperio. Como señala el historiador Salo W.Baron, paganus, la palabra latina para “campesino” se convirtió para los cristianos en sinónimo de “gentil”. El cristianismo era sobre todo la religión de grupos étnicos de ciudadanos desplazados. “En las ciudades en las que los judíos sumaban a menudo un tercio o más de la población, esta, por así decirlo, nueva variedad de judaísmo avanzaba triunfalmente”.
La Iglesia Católica insistía en un principio en que no había cosas tales como brujas que volaban por el aire. En el año 1000 d. C. se prohibió la creencia de que estos vuelos ocurrían en la realidad; después de 1480, se prohibió la creencia de que no ocurrían. En el año 1000 d. C. la Iglesia sostenía oficialmente que el viaje era una ilusión provocada por el diablo. Quinientos años más tarde, la Iglesia sostenía oficialmente que quienes afirmaban que el viaje era simplemente una ilusión estaban asociados con el diablo.
Un Papa llamado Inocencio promulgó una bula en 1448 que autorizaba a los inquisidores Heinrich Institor y jakob Sprenger a emplear todo el poder de la Inquisición para extirpar las brujas de toda Alemania. Institor y Sprenger convencieron al Papa con argumentos que posteriormente presentaron en su libro “El Martillo de las Brujas”, que sería para siempre el manual completo del cazador de brujas. El Martillo de las Brujas concluía con un informe detallado de cómo se podían identificar, acusar, procesar, torturar, declarar culpables y sentenciar a las brujas. El sistema de caza de brujas estaba ya completo, listo para que los cazadores de brujas, católicos y protestantes, lo aplicaran en toda Europa en los 200 años siguientes, con resultados devastadores.
Sugiero que la mejor manera de comprender la causa de la manía de las brujas es examinar sus resultados terrenales en lugar de sus intenciones celestiales. El resultado principal del sistema de caza de brujas (aparte de los cuerpos carbonizados) consistió en que los pobres llegaron a creer que eran víctimas de brujas y diablos en vez de príncipes y papas.
La Iglesia y el Estado montaron una denodada campaña contra los enemigos fantasmas del pueblo. Las autoridades no regatearon esfuerzo alguno para combatir este mal, y tanto los ricos como los pobres podían dar las gracias por el tesón y el valor desplegados en la batalla. El significado práctico de la manía de las brujas consistió, así, en desplazar la responsabilidad de la crisis de la sociedad medieval tardía desde la Iglesia y el Estado hacia demonios imaginarios con forma humana. Preocupadas por las actividades fantásticas de estos demonios, las masas depauperadas, alienadas, enloquecidas, atribuyeron sus males al desenfreno del Diablo en vez de a la corrupción del clero y la rapacidad de la nobleza. La Iglesia y el Estado no sólo se libraron de toda inculpación, sino que se convirtieron en elementos indispensables.
La superconciencia chamánica no es sino la conciencia de las brujas considerada de modo favorable en un mundo que ya no se ve amenazado por la Inquisición.