En memoria de Luis Recio
Había nacido en el año 1930 en Madroñera, en el seno de una familia insobornablemente republicana, lo cual ya es hablar de una infancia en precario, de huidas en mitad de la noche, de largos exilios que lo llevaron en zigzag por los corredores de la miseria. Como muchos de los nuestros, aprendió las leyes del estraperlo antes que las cuatro reglas, y vio su juventud deslizarse por un sinnúmero de oficios menestrales que no desembocaban en ningún sitio. Me habló alguna vez de sus incursiones nocturnas en los andenes de la estación de ferrocarril donde robaba de los trenes de mercancías sacas de trigo y algarrobas, aunque no era muy dado a los arrebatos melancólicos y gustaba mirar a la vida de frente, con arrogancia de fajador. Pero lo cierto es que si la vida era amarga en la España de los cincuenta y sesenta, más amarga aún era en Extremadura, obligada a ser los lomos del país, músculo recio donde se asestaban todos los latigazos. Por ello vio una luz cuando le ofrecieron marcharse a Alemania. Y de este modo fortuito, pero ineludible, fue como pasó a engrosar las primeras camadas de extremeños que bebieron cerveza a las orillas del Rhin. Sin él saberlo, había de constituirse en protagonista anónimo de los poemas de Pablo Guerrero. Pero el camino allí tampoco fue fácil y en más de una ocasión conoció el desprecio que infligen los fanáticos. Pasados los años, todavía le regresaban las lágrimas a los ojos al recordar cómo en la cola de un supermercado, llevando de la mano a su hija, se negó una cajera a atenderle porque era moreno, bajito y con cara de mala leche. Eran los primeros años, los más duros, pero supo aguantar el tipo sin una queja, sin un gesto de derrota.
Como muchos de los nuestros, realizó allí trabajos que los alemanes repudiaban, pero su gran corazón, su voluntad sin resquicios y la necesidad de un salario le templaron los ánimos y fue forjándose un hueco dignísimo entre aquellos hombres fríos y eficaces. Gente así son los que derribaron la falaz leyenda negra que se les atribuía a los españoles. Si hoy cruzamos Europa con la cabeza erguida es en gran parte mérito de aquella generación que se mordió la lengua y arrimó el hombro en un esfuerzo común que hoy estamos incapacitados para comprender.
Yo lo veía de vez en cuando arribar por Almendralejo en Navidad o por las fiestas de verano como un ser mitológico que surgía de los sueños. Gracias a él, mis hermanos y yo fuimos los primeros del barrio en poseer un scalextric o un abrigo con piel de reno. Su cara se había ido llenando de surcos y manchas atroces, como si la vida fuese anotando sobre su piel las barrabasadas que gustaba jugarle. Pero ni esas muescas, ni su voz tronante, ni su mal genio de hombre en continua guerra contra el mundo podían camuflar la verdadera bonhomía que desplegaba allí donde su tierno talante encontraba oportunidad. Es célebre la anécdota que de él se cuenta en mi familia: estando de vacaciones en Cuba, le impresionó tanto el modo miserable en que vivían los empleados del hotel, que les regaló su equipaje y una considerable cantidad de dinero, viéndose obligado a suspender el resto de las vacaciones y regresar con lo puesto, para estupor de su mujer y sus hijos, y me inclino a creer que de los propios cubanos. Era de la opinión de que nada hermana tanto como la necesidad, y en esa cátedra estaba licenciado con honores y podía hablar sin recurrir a citas ajenas. Como muchos de los nuestros, en cuanto alcanzó la jubilación regresó a su tierra, al refugio de la única patria que respetó siempre, la amistad. Ahora ha muerto en Mérida, asediado por una enfermedad que ha conseguido arrebatarle la vida pero no arrancarle una queja, ni un gesto de derrota. Se entregó a la muerte como quien está habituado a que lo zarandeen, con la mansedumbre que dan los exilios. Allí le llamaban El Español, aquí El Alemán, como un poema al que le confunden los títulos; ahora es sólo un hombre muerto. Pero se llamaba Luis, y era mi tío.
Publicado en el periódico Extremadura