Mis hijos insisten en que vea Los juegos del hambre. Los he visto. Y lejos de leer en ellos un mensaje del futuro he visto un guiño del pasado. Es la versión moderna, es decir, edulcorada, de las Cripteia espartanas. En Esparta se llamaba Cripteia a un ritual de iniciación para adolescentes. Se abandonaba a los muchachos en mitad del campo, semidesnudos, con un puñado de higos, un cuchillo y una consigna: solo podrían regresar a casa tras haber matado a tantos ilotas como fueran capaces. Estos ilotas también eran espartanos, solo que de ínfima categoría. Eran los antiguos habitantes de aquellas tierras, agricultores sin ninguna práctica militar que a la llegada de los belicosos espartanos acabaron convertidos en mulos de carga. Con ser agricultores, panaderos, carpinteros, albañiles, los ilotas no eran considerados humanos. Por lo tanto, no tenían voz ni voto en los asuntos del Estado. Solo máquinas de trabajar. Apartados del servicio militar y reproduciéndose como conejos, había años en que su número llegaba a ser un engorro. Así pues, la Cripteia, además de servir de entrenamiento a los jóvenes de Esparta, cumplía las funciones de limpia demográfica. La innovación de Los juegos del hambre consiste en hacer que los ilotas se maten entre ellos y en convertir el rito en espectáculo. En vez de espada y látigo, fusil y televisión.
Convertir en ilota al ciudadano siempre fue el sueño de cualquier estado fascista. Lomos duros, cerebros blandos, bocas cerradas. Y mucho aparato policial. En su última visita a España, el científico Stephen Hawking manifestó que no se puede animar a los jóvenes a estudiar carreras científicas aplicando recortes en el campo de la investigación. Como muestra de que nuestro gobierno no se deja influir por voluntades extranjeras, lo que ha hecho, en plan espartano, ha sido aumentar los gastos militares y proponer la Ley de Seguridad Ciudadana, esa que los ciudadanos conocen como ley mordaza. Hawking, al que su enfermedad tiene condenado a expresarse a un ritmo de tres palabras por minuto, habría escrito en su teclado: que os den, y le habrían sobrado algunos segundos.
Llámeme usted ilota si quiere pero yo creo que nada contribuye tanto a la seguridad ciudadana como que los ciudadanos no tengan motivos para quejarse. Se acabaron aquellos días en que la mayor preocupación del ciudadano era que le robasen la cartera al salir de casa. Ahora le preocupa que le roben la casa. Se tiene la sensación de que el banco es el principal carterista, de que el político es cómplice, de que el juez está conchabado, de que la policía les defiende. Y eso no es precisamente bueno para la seguridad ciudadana. Impedir que la gente grabe, chille, patalee, exprese, en fin, su descontento no es arreglar el problema, es solo un paso más para convertir al ciudadano en ilota de catálogo. Ya solo falta que los hijos de los banqueros salgan en su fiesta de graduación a cargarse a tipos que firmaron alguna preferente.