El tiempo pasa |
Hoy cumple mi madre treinta y seis años, otra vez. Desde que la conozco anda atascada en esa edad, como barca encallada por voluntad propia en la arena del calendario. Es su modo, ingenuo, coqueto e inútil, de hacerle un desprecio al tiempo, ese incendio que todo lo arrasa. Y si el tiempo tuviera menos de canalla y más de indulgente le consentiría por muchos años la broma. A ella y a todos los que como ella hacen de la vida un trago más fácil. Porque ahora que ha vuelto el tiempo de los naufragios caemos en la cuenta de que si este país no se va a la mierda no es por la pericia de nuestros gobernantes sino por la generosidad y el sacrificio de miles de abuelos que se echan a las espaldas las calamidades de la familia. Y sin torcer el gesto. Más de trescientas mil familias españolas viven a costa de la pensión de los abuelos. Una barbaridad.
Cuenta Fernando Serrano en su libro Naufragios y Rescates en el siglo XVII que cuando se olían en los pueblos costeros que un barco estaba a punto de naufragar acudían a la orilla dos tipos de personas, los que socorrían a los sobrevivientes y los que iban a llenar la cartera de oro, aunque fuera arrancándolo de los dientes postizos de los moribundos. Como se ve, han cambiado los naufragios pero no las personas.
Un viejo cuento griego habla de un barco al que sorprendió una tormenta no muy lejos de un puerto. El capitán eligió salvar al pasaje antes que a la carga, que era mucha y de valor, y mandó abandonar el barco. Entonces llegaron unos piratas y saquearon la mercancía. Libre de peso, el barco salió a flote y los marineros pudieron volver. De regreso a casa encontraron flotando los restos del barco pirata, hundido más por la avaricia que por la tormenta. Pues eso.
Publicada en la contraportada del Periódico Extremadura