José Pérez, también conocido como maestro Vashidenanda, llegó a tal perfección en el arte yóguico de la postura del loto que sus alumnos sólo por el olor reconocieron que llevaba tres días muerto. Al tocarlo, se deshizo como una estatua de arena y, efectivamente, el menos devoto de sus discípulos, al llevarse los dedos a los labios, llegó a afirmar que aquella sustancia no podía ser ceniza como los demás pretendían, sino común arena de playa. Ni siquiera le escucharon cuando, llevado de su audacia, se empeñó en poner una demanda judicial contra el Vashidenanda, afirmando, con razones de heterodoxo, que la milagrosa metamorfosis del maestro tenía cierta relación con la súbita evanescencia del capital social de la secta, que, dicho sea de paso, era un pico.
Ni qué decir tiene que los píos discípulos no sólo obviaron tales argumentaciones calumniosas, sino que lo echaron de la comunidad como a un perro y, ahítos de orgullo espiritual, cambiaron el nombre de la secta, pasando de Hijos del Penúltimo Sol a Testigos de la Iluminación de Vashidenanda el Grande. Desde entonces, cada cierto tiempo, el reprentante de Vashidenanda en la tierra desaparece de forma milagrosa y súbita, casi siempre coincidiendo con la desaparición del capital social, dejando, eso sí, una esfigie de arena. Otra cosa no tendrán en el mundo de las sectas, pero admitamos que las tradiciones las llevan a rajatabla.
Llegó a ti por recomendación de Sara. Un placer descubrirte y leerte
gracias, Rodolfo: también para mi es un placer tenerte como lector, y de camino haber descubierto tu blog y sumarme a la legión de seguidores que ya tienes. Un abrazo.