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El joven Pla en la época que inició su famoso Cuaderno Gris. |
Lo que más me gusta de leer diarios son las páginas íntimas, las que expresan el sentir, el vivir cotidiano, el retrato de mundos ajenos y, en la mayoría de los casos, ya desaparecidos. Me cansan, por lo general, los aforismos y los cuentos entreverados, como ejercicios de voluntario malabarismo. Me sucede al leer los diarios de Pla o de Trapiello, que hallo el placer justo en las estampas pequeñas, en los apuntes del natural, y me fatigo en los ejercicios literarios, en las páginas escritas a posta con la intención de impresionar el alma sensible y predispuesta del lector. Pero, con todo, lo que más me seduce, y hablo ahora del Cuaderno Gris de Pla, es leer esas páginas en las que encuentras un mundo ya muerto y olvidado, cercano y a la vez desvanecido entre el vaho turbulento y reciente del último siglo. En esto Pla es inigualable.
Me sorprende pensar que Pla nació solo dos años antes que mi abuelo Jerónimo, lo cual me lo sitúa, en el cómputo relativo del tiempo, a un tiro de piedra, como aquel que dice. Ayer mismo, y, sin embargo, una distancia de océanos cósmicos nos separa.
Lo que cuenta este hombre, la dulce monotonía de la vida en su pueblo, su adolescencia lánguida y sin sobresaltos, su vida de estudiante sin vocación, la relación con su padres, tan comedida, respetuosa y distante, su relación cordial e íntima con la tierra, sus charlas chisposas, inteligentes, pretenciosas, desbordantes de intelectualidad entre unos amigos con los que recorre los cafés de una población menor que mi Almendralejo actual, es una vida que estimo más fácil entender para un contemporáneo de Julio César que para mí mismo.
Y qué hay en la prosa de este hombre que me transmite esa sensación de enorme lejanía.
Si trato de analizarlo creo que Pla, el pensamiento de Pla, el alma literaria de Pla, es contemporánea, a mi parecer, en cuanto ya en Pla se vive con un ojo puesto en la ciencia, en el progreso, en el duplo poder, alienante y salvador, de la democracia, en la sensación vivísima de estar presenciando un principio de siglo cambiante y trágico, donde los límites del espanto aún estaban por dibujar -y la primera gran guerra y la epidemia de gripe de 1918, durante la cual se comienzan estos diarios, acabarán por demostrar que la capacidad de horror de la humanidad no conoce límites.
Ahora bien, me lo separa, es decir, lo descontemporaniza, si es que existe el palabro, el optimismo, al menos el optimismo de aquel Pla joven, irónico y preciso, que comienza a escribir esos diarios con el humor y la viveza de los veintiún años y una tripa sin conmociones. El suyo es un optimismo sencillo, dócil y casero, como si la filosofía del vivir no tuviera más misterio que adaptarse a la monotonía de unos paseos higiénicos, leer de vez en cuando un libro de cierta envergadura y comer codornices del país regadas con vino de pitarra.
En este principio de segundo milenio, sin embargo, estamos escasos de ese optimismo, como tampoco queda aquella sensación de indulgencia ante los días perdidos en una simple charla entre amigos entorno a una mesa repleta de platos sencillos y un vino sin pretensiones. Y lo que es fundamental, nos falta la indulgencia de Pla ante la perspectiva de una existencia sin metas desmedidas.
Ahora vivimos oprimidos por la sensación de pequeñez, de nulidad, de nadería. El mundo se nos ha hecho tan grande, ha sobredimensionado tanto nuestro entorno el cine y la televisión, pero sobre todo Internet, que nos coloca en un escenario inconmensurable y desdibujado, fugaz y a la vez vivísimo, como un cinerama enloquecido donde solo hay espacio para el brillo de los afortunados protagonistas, no importa que sean hombres de verdadero genio o grotescos esperpentos de feria; lo que cuenta es el movimiento, el color, la fulgura visual, el chasquido del éxito.
El mundo, a través del ojo omnipotente de Internet, ese aleph maravilloso, fulero y mendaz, es un muestrario de oportunidades, esa es su consigna; la felicidad es un retal de saldo, al alcance de cualquiera; las aventuras se regalan con el dominical de un periódico, todo a nuestro alrededor nos grita que la vida es una inmensa y fascinante aventura a la que debemos hincar el diente a toda prisa si no queremos quedarnos atrás, en el vagón inmóvil de los perdedores.
He ahí, me parece a mí, lo que nos distancia del mundo de Pla, en que él, hijo natural del siglo XIX, estaba lejos de poder conocer al segundo lo que ocurría en las bolsas de NY ni podía comunicarse mediante chat con amigos a los que no ha tenido el gusto de conocer y a los que acaso no verá jamás en su vida, lo que no hace menos cierto que él sí pudiera escribir, vivir, ensoñar tan cómodamente sobre la vida de su Palafrugell natal sin esa sensación agobiante, tan nuestra, tan contemporánea, de estar a cada paso perdiéndose una porción de paraíso.