RECORTAR MATA

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Hay algunos que no estamos para recortes
Un día llegué a casa y descubrí a mi frigorífico lánguido y mustio como un novio despechado. El técnico le diagnosticó depresión post década del bienestar. Triste como la cartera de un pensionista, claudicante como la voluntad de un afiliado. Se acabó lo que se daba. De modo que fui poco a poco acostumbrándome a comer lo justo para cumplir en el trabajo sin que mis superiores me plantaran en la calle de un ERE en el culo, como no mucho antes hicieron con griegos, portugueses, irlandeses.
Cuando me faltaron las fuerzas, mis jefes me llevaron al hospital donde un cónclave de peritos concluyó que tener tanto estómago para tan poca comida era un despilfarro intolerable, por lo cual me sometieron a una reducción de intestinos antes de que yo pudiera decir esta tripa es mía. Política de recortes. Me quitaron unos metros de entrañas pero, para compensar, me añadieron unas horas más de trabajo.
Timorato por educación, sumiso por naturaleza, me apliqué a las nuevas disciplinas, aunque, eso sí, empecé a sospechar que la cosa no iba bien cuando a mitad de la jornada me faltaba el aire. Entonces mis jefes, que también repararon en el hecho, volvieron a ingresarme y me amputaron un pulmón. No me pareció mal. Total, para qué, si apenas lo usaba. Y regresé al trabajo. Pero entre que no comía y que no respiraba, la visión empezó a fallarme. Y me amputaron un ojo. Me convencieron de que era por mi propio bien, que así no vería la paja en el ajeno ni la viga en el propio. Ahora no tengo ojo ni pulmón ni estómago, sólo tengo jefes que son todo boca, todo voracidad, todo avaricia. Quise acercarme al ágora, a mostrar mi descontento, pero me azuzaron a sus perros. Y callé. Ni me había dado cuenta de que a fuerza de recortes habían recortado también mi voluntad. Y mi criterio. 

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