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En mi libro Yo maté a Joaquín Sabina y otros relatos del azar hay un personaje empeñado en elaborar un diccionario de palabras que no existen, pero que deberían existir. Él propone, por ejemplo, la palabra “cafelinera” para definir esas cafeterías donde a uno lo tratan y le sirven como tratan y sirven en algunas estaciones de servicio: sabiendo que el cliente está de paso y que no volverán a verle la cara y, por lo tanto, sin el menor interés por retener a la clientela. De ahí lo de «cafelinera».
Lo que hace este personaje, inventarse una palabra para nombrar algo que carece de nombre, es algo más normal de lo que pudiera parecer. Hoy vamos a tratar de eso. De palabras que se han inventado, más o menos recientemente, para nombrar cosas que carecen de nombre.
Por ejemplo, a todos nos ha ocurrido alguna vez al escuchar una canción, que nos quedamos con la letra y la cantamos tan panchos, hasta que un día, mira por dónde, descubrimos que donde nosotros decimos “imposible el alemán” la letra original dice “impasible el ademán”. Este es un error muy común. Nos pasa a todos. Sin embargo, el hecho en sí carece de nombre. O carecía. Se ha propuesto para tal acción el nombre de “pomporruta”, aunque ningún diccionario se ha mostrado demasiado interesado aún en ella.
¿Por qué pomporruta? He aquí la historia
Resulta que en el año 1945 la escritora Pilar García Noreña y el músico Enrique Franco Manera componen un himno que se incorpora en el Cancionero falangista. Este himno, titulado Montañas nevadas, que se hizo muy popular, empezaba con los versos “La mirada clara, lejos, y la frente levantada, voy por rutas imperiales, caminando hacia Dios”. Solo que los chavales y chavalas que tenían que cantar aquello en vez de escuchar “por rutas imperiales” escuchaban “pomporrutas imperiales”.
Y de ahí el nombre.
El pomporrutismo, pues, consiste en sustituir una o varias palabras por otra u otras que suene más o menos, con idéntico número de sílabas y que el acento recaiga en la misma posición.
Otra palabra curiosa y relacionada con el pompurrismo y que, como ella, no está recogida en nuestros diccionarios es “soramini”. Se trata de un término de origen japonés que en su idioma original significa orden alterado de las letras. Hace referencia a esa cosa tan curiosa que sucede en nuestras mentes cuando escuchamos cantar a alguien en otro idioma diferente al nuestro y lo que canta nos suena a una frase de nuestro idioma. La canción Oh, Carol, de Neil Sekada, que empieza Oh! Carol i am but a fool, yo la he escuchado por ahí como: «un carro cogí del carreful» (risas).
Otra palabra sin hogar, quiero decir sin diccionario que le dé cobijo, y también de alguna manera relacionada con el pompurritismo y el soraminismo es “malapropismo”. Lázaro Carreter la incluyó en alguno de sus estudios, allá por 1971, y la definió como “deformación y mal uso de palabras extranjeras. Se trata de un tipo especial de etimología popular”, pero nunca ha sido recogida en ningún diccionario oficial.
El origen de esta palabra está más que localizado: proviene de un personaje literario, «Mrs. Malaprop», nombre de uno de los personajes de la obra teatral Los rivales, escrita por Richard Brinsley Sheridan en 1775. La señora Malaprop confunde frecuentemente palabras con similar sonido y, en consecuencia, dice algo diferente a lo que quiere decir, lo que tiene efecto cómico.
El nombre puede que sea inglés, pero el recurso es tan antiguo como la lengua misma.
Sancho Panza ya hacía uso del malapropismo siglo y medio antes que Sheridan. En manos expertas sigue siendo un recurso muy socorrido. En la novela Todos los caminos llevan aroma, del escritor Miguel Vigil, publicada este mismo año, hay un personaje que padece el mal del malapropismo. Y es muy divertido. Una señora que dice que le han puesto una inyección de ursulina en vez de insulina y cosas así.
Es lo que les ocurre a muchas personas que pretenden usar un registro distinto al que suelen, y meten la pata. Yo he escuchado a gente decir: te estás quedando en el taxi, en vez de en el chasis; o estás hecha una sífilis” en lugar de una sílfide.
Don Francisco J. Orellana, autor del libro Cizaña del lenguaje, publicado en 1891, conocía bien el gusto de la gente cuando en su prólogo estampó la siguiente dedicatoria: a ti, querido vulgo, que de todo lo malo te enamoras, va dedicado este librito. Para ti lo he compuesto, conociendo por experiencia el grande apego que tienes a los disparates.
[Este artículo forma parte de la sección Te tomo la palabra que cada semana se incluye en el programa Gente Corriente de Canal Extremadura Radio]