Me producen una profunda repugnancia los cadáveres de los hombres pudriéndose en las cunetas de las carreteras. Nada más tétrico que esas carreteras solitarias, oscuras, comarcales, en las que un hombre, joven aún, se retuerce de dolor, con el espinazo roto por un conductor temerario. Hay veces, es cierto, que parece que son ellos mismos quienes se nos lanzan, en una especie de suicidio incomprensible. Sobre todo es lamentable el aspecto de esos hombres sucios, abandonados, que han roto el lazo con la gran ciudad y vagan cimarrones por los campos, al acecho de las basuras que dejamos caer por las ventanillas. Cuando les alumbras con los faros, sus ojos salvajes parecen brillar con un fulgor terrorífico, casi sobrenatural.
Con un poco de asco me acerqué a él. Miré su herida abierta, el leve temblor de sus dedos, la contorsión extraña de sus miembros. Y el lenguaje sonoro de sus ojos. Parecía como si quisiera hablar, como si pidiera algo en ese idioma universal del dolor. Venciendo mi repugnancia, traté de erguirle. Y era como un muñeco, un pelele arrollado por un destino con motor de explosión que él no llegaría nunca a comprender. Con cuidado, le volví a dejar en el suelo y regresé al coche. En un gesto de piedad, aceleré y pasé mis ruedas sobre aquella alfombra semiviva. Cuando volví a encender las luces, no miré por el retrovisor. Quise creer que, si alguna vez existiera un mundo de hombres, gastarían la misma compasión con nosotros, los perros.
COMO DECÍA RUSSELL LAS MOSCAS NOS MIRAN CON DEWSPRECIO PORQUE no sabemos andar por el techo
Mucho nos enseñan sin querer los perros. Con ese idioma universal, sin palabras, que son las miradas.