He cerrado las cortinas del salón para fabricarme una noche a medida. El sol y el teclado de mi ordenador no son compatibles. Con la luz del día la prosa se me vuelve notarial y como de registrador de la propiedad. No sé de qué me extraño. También yo soy ave nocturna, aunque ya hace mucho que no salgo por la noche. Pero las yemas de mis dedos la añoran y andan por la casa fabricando noches, reconstruyendo paraísos. Las palabras son tímidas y necesitan el refugio de la penumbra. El que lo probó lo sabe. El que se sentó alguna vez delante de un teclado o de un papel en blanco sabe que las palabras son hipersensibles y cargadas de manías, y las mías tienen la manía de la luz. Del miedo a la luz. Otros tienen la manía de escribir a máquina o a lápiz, da igual, lo cierto es que cada cual es esclavo de las manías de sus palabras.
Una vez, cuando vivía en Madrid, me impuse la costumbre de bajar por las tardes a la cafetería del cine Doré, que me caía a un tiro de piedra. Intenté convencer a mis palabras de que debían ser obedientes y ceñirse a la vieja y noble tradición del escritor de café. Les hablaba de Camba, de Ruano, de Cela y Valle Inclán, y ellas como si les hablara de Butraqueño. Les hablé del calor que hacía en nuestro piso y de lo agradable que se estaba en aquel café y de lo linda que eran algunas vecinas de mesa, extranjeras casi todas. Llevaba mi libreta, mi bolígrafo y mi mejor intención y, aun así, nunca fui capaz de persuadir a las palabras de que se me mostraran sumisas. Pudorosas como gatos, asomaban la cabeza y luego se me iban, dejándome con una sobredosis de café, un puñado de hojas inservibles y el presupuesto rumiado como las uñas de un novio primerizo. Taciturno y vencido, regresaba al piso, aquel horno, a fabricarme una noche y escribir el artículo o lo que fuera que trajese entre manos.
Ahora, cada miércoles o cada jueves, según toque, cuando tengo que escribir el artículo para el periódico Extremadura o lo que sea que me ronde por la cabeza, me siento, tal como ahora mismo, en un sillón que es como una caries en la boca del lobo y me echo a temblar. Oscuridad y silencio. Y a esperar que el milagro ocurra. Las palabras son como aquellos dragones de los cuentos antiguos: solo salen de su cueva cuando sienten que no hay peligro alrededor y que el corazón de la virgen que los aldeanos han arrojado a la entrada está a punto de salir del pecho, de terror, de espanto, sí, pero también bajo la fascinación que nos producen las cosas que nos superan, que no comprendemos, y que nos devoran.
En esas estoy. Vamos a ello.
El barbecho, deseoso de ser preñado, necesita del abono, la simiente y el tiempo. Pero el yuxtaponer todos estos integrantes para que al final alumbre el germen, no es compatible con la balumba de la pajarería y el pisoteo de las bestias. Es necesaria la soledad, el silencio y la tregua necesaria, para que al final emerjan las representaciones, que de tarde en tarde se cocinan en los fogones de las entendederas.
Saludos
Canis Lupus