Una palabra caída en desgracia
Esta es una palabra caída en desgracia. Tiene algo de aquellas viejas estirpes que vieron a sus hijos sentados un día en las mesas de reyes y papas para verlos, con el correr de los tiempos, convertidos en peones camineros. Del mismo modo, esta palabra amoníaco, cuya raíz nació reina y señora del mundo, tuvo que sufrir que pasaran sobre ella nuevos siglos y nuevos hombres que la acabaron convirtiendo en un friegasuelos.
Par decirlo de una vez, la palabra amoníaco esconde en su seno nada menos que al dios egipcio Ammón, personaje de tal poderío y autoridad que de él dice el Diccionario universal de la mitología o de la fábula, publicado en 1835, que «los egipcios miraban a Ammón como el autor de la fecundidad, el que otorgaba la vida a todas las cosas y disponía de la influencia de los aires; por cuya razón llevaban su nombre grabado sobre una plancha que ponían sobre el corazón como un preservativo poderoso. Era tal la confianza en su poder que creían que el pronunciar su nombre bastaba para procurarles toda clase de bienes en abundancia».
Del dios Ammón…
Cuando Alejandro Magno legó a Libia con toda su pompa y poder, no tardó en ser identificado por los naturales con el dios Ammón y, por lo que se sabe, él no hizo nada por contrariarlos. Lejos de eso, se llamó a sí mismo hijo de Zeus-Ammón. Luego sus gentes adoptaron los ritos egipcios y los llevaron por todo el imperio heleno, adaptándolos, eso sí, a la idiosincrasia y al repertorio mitológico griego.
Y de Grecia pasó, como tantas otras cosas, a Roma. Los romanos, tan supersticiosos ellos, adoptaron de los libios la superstición de invocar a Júpiter-Ammón para que les procurase abundancia. Dicen que en el templo de Júpiter-Ammón de Roma existía una estatua del dios que era todo un prodigio de tecnología, una especie de autómata que movía la cabeza, y cuando sus sacerdotes la llevaban en procesión, les indicaba el camino que debían seguir.
Lo que aquí interesa saber es que en el interior de estos templos consagrados a Júpiter-Ammón había unas piscinas donde los sacerdotes arrojaban los cuernos de los carneros sacrificados. De ahí que, por extensión, en español se denominen amonitas o «cuernos de Ammón» a las conchas fósiles con forma de cuerno de carnero, registrada ya en 1853 en el Diccionario Nacional de Joaquín Domínguez.
…a poderes visionarios
El caso es que estos cuernos, al descomponerse por el efecto del tiempo, depositaban en el agua unas sales, las sales de Ammón, que debían oler a todos los demonios, y que fueron usadas durante mucho tiempo como vomitivos, pero de las cuales se aseguraba que dotaban de poderes visionarios a los sacerdotes.
Hoy lo que sabemos es que aquellas aguas putrefactas de lo que les dotaba era de un chute de gas amoníaco que los dejaba al borde del éxtasis, cuando no de la muerte misma.
En su favor hay que decir también que las sales de Ammón fueron durante siglos la única profilaxis conocida contra la peste. Así, en el libro Medicina y cirugía que trata de las vísceras en general, publicado en 1599, del cirujano Juan Calvo se asegura que el amoníaco: «Mezclado con myrrha, miel colada, polvos de lyrio cardeno, y azeite de arrhayan y puesto sobre las ulceras putridas y fordidas, las mundifica, limpia y las inche de carne en breve tiempo.»
Antes de amoníaco, fue aRmoníaco
En realidad, el nombre con el que primeramente la usa el común de la gente llana es el de armoníaco, recogido ya en 1570 en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana de Cristóbal Casas y que el RAE mantuvo vigente desde el Autoridades de 1726 hasta la edición de 1817, si bien aclarando que “el nombre verdadero de esta goma es amoníaco pero el uso vulgar ha prevalecido y la llama armoníaco”.
Lo de amoníaco no empezó a cuajar hasta bien entrado el siglo XIX. Es verdad que entró en el RAE en 1770, pero solo para definir un tipo de sal, la “sal amoníaco”. El responsable de que esta palabra pasara de la sal a designar ese gas incoloro compuesto de un átomo de nitrógeno y tres de hidrógeno con el que se la conoce hoy, es del químico francés Louis Bernard Guyton de Morveau, que le dio tal nombre en su Método de nomenclatura química publicado en 1787, tomándolo del griego ἀμμωνιακόν ammōniakón, esto es, ‘del país de Amón’.
A partir de Morveau la palabra floreció y la industria química la volvió a poner en boca de todo el mundo, si bien no ya para rogar al dios que limpie el alma de los fieles de impurezas sino para quitar impurezas de suelos y azulejos en cocinas y cuartos de baños. No es gran cosa, pero, al final, sobrevivir es lo que importa.
También puedes escuchar esta historia de la palabra amoníaco directamente en el podcast del programa Gente Corriente, de Canal Extremadura, pinchando aquí.