El Alegría, cine de verano, ya por entonces, mostraba síntomas de un cine en decadencia, desconchado, incómodo y polvoriento, constelado de hiedras y de estrellas. Con los años, acabarían demoliéndolo y construyendo bajo sus entrañas un aparcamiento subterráneo. En su superficie florece ahora un parque de moderno diseño y de gusto incierto donde impera a sus anchas una banca de crédito; pero, si esta ciudad, en vez de Almendralejo fuese la Bretaña y si estas memorias no estuviesen relatadaspor mi inexperta mano sino dictadas por el talento onírico de Cunqueiro, diría a buen seguro que en las noches de tempestad, sobre el silencio del mundo y de los automóviles ya dormidos, se podrían escuchar, persistentes, familiares, los diálogos de tres rombos de los fantasmas del viejo cine Alegría. El cine de mis veranos infantiles. (…)
Al cobijo nocturno y estival del cine acudían las parejas nuevas, a estrenar besos y achuchones. También las veteranas, a camuflar desidias y aburrimientos. Y los matrimonios con hijos pequeños, a que los niños desfogasen sus energías correteando tras los gatos (o tras las ratas) que, aterrados, desaparecían por entre las paredes momificadas de hiedra. La película venía a ser lo de menos. A quién puede importarle las cabriolas marciales de un puñado de chinos, o los diálogos esmaltados entre Bogart y la Bergman , o las tetas de la Cantudo. Lo imponderable, lo cierto, lo auténtico de un cine es abandonarse al alboroto sinfónico de la banda sonora, al derroche estridente de colores, a la oscuridad, a la soledad cronometrada, al aroma ritual de las pipas y de un refresco helado.
Lo demás es literatura.
Fragmento de la novela Teoría del fracaso.