Que esa es otra. Pasa uno por la niñez envidiando el descaro del hermano mayor, la adolescencia añorando la libertad del adulto y, por fin, cuando llegas a adulto, casi jadeando aún tras el esfuerzo, te detienes a recapacitar y resulta que lo que uno echa de menos de todo aquello es un plato de lentejas. Total, que la vida es un cuento bíblico, pero mal narrado. Y yo un Esaú sin Isaac al que engañar. Mi reino por un plato de lentejas. Pero guisadas como las de mi madre. Y el clavé, al verte cariño mío, se ha puesto tan encendío que está quemando mi piel, que está quemando, que está quemando mi pieeeel.
—¿Te quieres callar un rato, Josefa, hija, que no hay quien duerma en esta casa con el puñetero clavé —a mi padre, después de comer, le gustaba echar una siesta y a mi madre, fregando en la cocina los platos de la comida (quizás, ay, lentejas) se le iba la cabeza tras de las ollas, o simplemente se le iba la olla, y continuaba la pobre con el embeleso de su copla.
—…y el clavé, al verte cari…
—Cómo vaya para allá te voy a meter el clavel por el culo —y entonces sí, entonces mi madre se callaba y reinaba la paz en el barrio.