Fotos aparecidas en el día de hoy en el periódico El País. |
Son dos fotos que bien podría el azar jugado a tomarlas el mismo día, en el mismo instante. El azar es un macabro guasón que gasta bromas así. En una, un puñado de humanos festejan la inminente llegada a España del representante de Dios en la Tierra, mientras que en la otra, una madre, frente a un muro con la piel picada de disparos, protege a su hijo de la lluvia. Eso, al menos, es lo que dice el pie de foto, pero también nos creeríamos si dijera que abre los brazos a un pelotón de fusilamiento, o al propio fotógrafo, porque su gesto es de desnudez, de desesperación, de arrojar un grito insoportable al ojo de la cámara para que esta lo arroje al mundo. Insoportable porque es un grito de ojos, de manos, de rostro, con toda la violencia del silencio. Parece que dijera, miradme bien, ecce femina, decidle a Dios, cuando llegue a España, que observe esta foto y vea lo que queda del ser humano que pude ser: solo el dolor, solo la tristeza, solo un puñado de huesos envuelto en harapos, y un hijo para añadir sufrimiento al sufrimiento.
El niño de la foto no parece un niño, parece un muñón que le nace a la mujer del pecho, parece como si, en su afán de desnudez, la mujer mostrara al fotógrafo también el corazón. Pero es un niño. Un niño que tiene pocas probabilidades de sobrevivir y que, como si fuera consciente de ello, se agarra con desesperación a los harapos de la madre buscando consuelo, dando consuelo. Yo me imagino a la criatura con los ojos cerrados, con los labios cerrados por el hambre y por el miedo, rezando, en su idioma sin idioma y sin sonido, una oración al único dios que conoce un niño: su madre. Yo me lo imagino rezando: Protégeme, madre, de los rigores del mundo, aunque sea con el leve paño de tu velo. Protégeme, madre, de los que disparan las balas y de los que venden las balas, de los que comercian con el hambre y de los que cierran los ojos al hambre, de los que tienen el corazón seco, pero también de aquellos a los que las lágrimas paralizan las manos. Protégeme de los que creen en Dios y olvidan a los hombres, de las religiones que trafican con el sufrimiento, de los que no tienen ojos para el corazón ajeno y de los que tienen el corazón en el bolsillo. De todos ellos, protégeme, madre, como ningún dios te ha protegido a ti, ni antes que ti a tu madre ni a la madre de tu madre, desde el principio de los tiempos. Amén.