Publicado en la muerte de Copito de Nieve, lo rescato hoy, con motivo de esa noticia en la que, al parecer, unos científicos han aclarado el motivo de su albinismo que es, dicho sea de paso, semejante al por qué muchos borbones salían tal que así: porque se casaban entre ellos…
Muerte de un niño guapo. Septiembre del 2003
Yo tenía siete años y él poco más de cinco cuando nos vimos por primera vez, pero ya por entonces me sacaba dos palmos de estatura y refulgía en sus ojos el brillo inconfundible de los que han nacido para triunfar. Nos acercamos hasta el umbral de su ventana porque mi padre puso un interés desbarajustado en mostrarme aquella rareza, quizá para que aprendiera lo que era bueno y quizá también por ver si yo tomaba ejemplo de aquel niño mono que antes de terminar la dentición ya ganaba dinero a espuertas mostrando su sonrisa salvaje a la prensa.
Pero mi padre no cayó en la cuenta de que con aquella visita iba a poner en marcha un mecanismo sin fin que empezando por el asombro habría de empujarme sin retorno a la empatía por los seres impares. Porque eso era aquella criatura que tenía enfrente de mí y que me miraba con la displicencia de los niños guapos, con la altanería del más listo de la clase y que sin embargo no se percataba de que esa misma particularidad que lo hacía sobresalir entre todos era una condena a cadena perpetua. Aún así, la broma debió parecerle cosa de nada a algún alma sin escrúpulos y le encasquetó el nombre de Copito de Nieve, como si la prisión del zoológico fuese poca penitencia para un gorila con ese empaque y trataran de rematarlo con un estoque de cursilería. Por eso creo yo que empezó a convertirse en un ser cabizbajo y ausente, a darse ínfulas de poeta maldito, a rehuir las miradas de los hombres que el amanecer le colocaban sin remisión ante el cristal de su jaula, porque con ese corpachón de rey blanco destronado debía sentirse avergonzado de sí mismo y de la suerte que lo puso a tiro del ojo humano. Y no es para menos, incluso imagino el rebufo de alivio que el gorila blanco debía soltar a las espaldas de los científicos cada vez que le mostraban un nuevo hijo y venía envuelto en un manto de pelo negro. Qué se jodan, pensaría para sus adentros, si es que los gorilas blancos tienen pensamientos. La última vez que lo vi fue hace unos tres años y ya era una parodia de sí mismo, una sombra blancuzca momificada sobre la estaca de su gallinero gigantesco, una especie de Sara Montiel sin lentejuelas y que apenas sacaba fuerzas para mover una mano con la que rascarse el culo; eso sí, siempre cuidando que todos los movimientos fueran de espaldas al gentío, con un desprecio sublime hacia el público de vieja estrella de cine.
Incluso en la hora de su muerte no ha podido camuflar el desdén tan grande que siente por la raza humana, esa ridícula especie que se divierte creando mitos y dioses invisibles. Quizá por eso se muere Copito tan callando, porque en su sabiduría de jungla dormida no desconoce que un suicidio lo convertiría en nuestra Marilín, en un Larra sin verbo y sin pecado, en un Reinaldo Arenas para el que toda la vida fue una larga anochecida, un Jack London sin mar y sin aventuras, un John Kennedy Toole derrotado por la conjura de los necios. Copito ha demostrado ser más listo que todo eso y se muere de un tumor bajo el sobaco. Que se jodan los fabricantes de mitos. A ver quién es el guapo que levanta con eso una elegía.
Publicado en El periódico Extremadura en septiembre del 2003