Mi vieja casa, aquella en la que nací, estaba flanqueada por dos insignes comercios. Los que recuerden como eran los comercios de los años sesenta y setenta estarán conmigo en que llamar comercio a los mastodontes de Mercadona o Carrefour no tiene mérito alguno. Los comercios que flanqueaban mi vieja casa eran, como todos, dos raquíticas habitaciones usurpadas a una vivienda y regentadas, por lo común, por un matrimonio con hijos. Visto en la distancia, parece increíble que veinte metros cuadrados dieran para tanto. Lo mismo encontrabas un pan de a quilo que un bordado de Holanda. Ultramarinos se les decía a ese pandemónium, y se quedaban tan frescos.
A la izquierda, según salía de mi casa, el comercio de Anita; y a la derecha, doblando la calle, el de Angelita, o al revés, porque nunca lo tuve claro. Y de eso va esta historia, de la desmemoria.
Lo de los nombres de estas dos señoras tenía su importancia para la economía familiar, porque en ocasiones mi madre me mandaba a comprar de fiado y había que tener claro si la cuenta engordaba en donde Anita o en donde Angelita. Yo me hacía unos líos terribles. Al regresar con la compra, mi madre, que siempre supo que yo tenía la cabeza a pájaros, me sometía a un interrogatorio que ya les gustaría a los de la CIA. Si por un casual el recado estaba de su gusto me compensaba con cualquier chuchería, pero si, vaya por Dios, la fatalidad se había divertido conduciendo mis pasos hasta Angelita debiendo ir a Anita, ese día había en casa saldo de voces y de hostias.
Recuerdo que una vez mi madre me envió a comprar una bombona de butano, de aquellas pequeñitas, naranjas, con más pinta de gorro surrealista que de cacharro doméstico y domesticado. En mitad de la calle me detuve como fulminado por una duda: ¿Anita o Angelita? Por más vueltas que le daba a la cabeza no conseguí recordar. La gente pasaba a mi lado y me veía calibrando a media voz, Anita, Angelita, Anita, Angelita, y cambiando de mano la maldita bombona, que empezaba a pesar lo suyo.
Una bombona es algo muy serio, pero no tanto como la timidez de un niño. No puede uno plantarse delante de Angelita y pedirle una bombona cuando a lo mejor resultaba que la bombona entraba dentro de la jurisdicción de Anita. Eso era un cataclismo. De modo que, después de casi un cuarto de hora, volví a casa. Allí estaba mi madre con todos mis hermanos, que siempre han sido ruidosos, bromistas, y muchos, uno por año, como las cosechas. Mamá, le dije, mira, que no me acuerdo de… Y no pude seguir, porque a mi madre le dio un ataque de risa creyendo que de lo que no me acordaba era de a por qué cosa había salido a comprar. Lo cual habría sido, en efecto, como para reírse, teniendo en cuenta que tenía la bombona en la mano.
Esta historia acabó por convertirse en un chiste, el recurso con el que mi familia transformó una anécdota sobre la timidez y la desmemoria en proverbial guasa sobre mi tendencia al despiste y al escaqueo. Mi madre aún lo sigue creyendo. Pero la verdad, os lo juro, es que nunca he sido tan despistado. Siempre sé cuándo tengo la bombona en la mano y cuándo no, aunque no siempre lo parezca.
Ahora bien, desde entonces, justo desde aquel día, nació en mi como una animadversión contra el maniqueísmo, contra la manía de tener que elegir entre blanco o negro, Anita o Angelita, España o Portugal, izquierda o derecha. Contra todo eso y, especialmente, contra el diminutivo femenino.