Corría el año 1954 cuando se publicó la novela El señor de las moscas, un pelotazo tan grande que, al autor, William Golding, acabaron por darle el premio Nobel de literatura, casi exclusivamente por los méritos de esta obra. Fue lectura obligatoria en los colegios por años, se hicieron cientos de ensayos, películas, obras de teatro; sólo faltó el musical. El argumento es bien conocido: un grupo de muchachos europeos naufragan y se pierden en una isla, en la que vivirán durante una buena temporada bajo la férula de su propia disciplina. Cuando los encuentran están hecho unos salvajes y han reproducido de forma natural lo que se supone es lo peor de la naturaleza humana. Los niños estaban desatados, llenos de furia y odio, como si se hubieran dado un empacho de Jiménez Losantos. En fin, un portalito. La novela tuvo gran éxito de crítica y público porque demostraba a lo lírico lo que ya muchos pregonaban a los cuatro vientos, que el ser humano es malo malasombra y que en cuanto se relajan las normas le brota el hijoputa que lleva dentro. Una teoría muy conveniente para cierto sector de la población, si vamos a ser sinceros, y no precisamente el sector más pacífico ni el más ilustrado. El libro ponía a las clara que sin una buena dosis de policía y fuerzas armadas y de un control férreo por parte del gobierno la convivencia es imposible. Es una teoría muy del gusto de ciertos tertulianos y que replican casi todas las películas y series actuales, en las cuales, cada vez que hay una catástrofe sale a flote la pus y la miseria humana. Pienso en Mad Max o en la serie The Walking Dead que, en sus once temporadas, deja bien claro que, al lado de los humanos sobrevivientes, los zombis son unos benditos.
Por supuesto, todos parecieron olvidar que El señor de las moscas no es más que una novela, una tesis, una ficción inventada por un tipo que nunca se perdió en una isla y que nunca jamás conoció a niños que se volvieran cimarrones.
Lo que sí debió llegar a conocimiento del señor Golding, como al resto del mundo, fue el caso de los chicos uruguayos que se estrellaron en los Andes allá por 1972 y que estuvieron durante dos meses sobreviviendo entre los rigores de las nieves andinas. No hablamos de una ficción. Son hechos verídicos que revelaron que los chicos, lejos de volverse violentos, hicieron piña, se ayudaron entre sí y lograron sobrevivir solo y exclusivamente porque antepusieron la vida de la comunidad a la propia. Esto es lo que se cuenta en La sociedad de la nieve, de J.A. Bayona. Una historia que pone de manifiesto la verdadera condición humana. Porque el caso de aquellos chavales no es una excepción. No somos esos monstruos creados en las mentes de filósofos pesimistas y en las películas de Hollywood, viciosos, egoístas y dañinos. Para ver que esto es así basta cerrar los ojos y los oídos a la cantinela de la prensa y la televisión y abrirlos a la realidad. La realidad está llena de panaderías que abren a diario, de buses que salen a su hora, de hospitales donde médicos y enfermeros se entregan a su labor. En el metro veo a chicos y chicas ayudando a personas mayores a cargar sus maletas en los tramos de escaleras inaccesibles. En los incendios, en los terremotos, en las guerras, en los accidentes de carretera, en cualquier desgracia pequeña o grande son más los que se arremangan y ayudan que los que se convierten en el señor de las moscas. Al mundo lo mueve la compasión y la colaboración mutua, no el odio ni el miedo. Vivimos y convivimos. Siempre habrá, por supuesto, algún imbécil que aproveche la ocasión para meter la mano en tu cartera o algún chalado que imponga su opinión a gritos o un desquiciado que se envuelva en una bandera y apalee a un muñeco-piñata porque no encuentra algo más sabroso a lo que apalear. Pero serán los menos. La lástima es que son a esos imbéciles a los que sacan en los periódicos y a los que apuntan los focos de la televisión para venderlos como la normalidad, como la esencia de lo humano, y no lo que en verdad son: la excepción, la parte menos humana de la humanidad.
Extraordinario, querido maestro, como siempre.
Es, ‘La sociedad de la nieve’, una estupenda ‘peli’, como dicen ahora. Distinta mirada a la tragedia, y, sí, muy acertado lo que escribes. Claro que, como pesimista histórico -así me titulaba y se titulaba Arozamena en nuestros paseos por Majadahonda con los perritos, hace mil años- no puedo compartir que ‘los buenos’ sean una mayoría. Espero estar equivocado. En cualquier caso, tú te encuentras entre ellos. Entre los ‘buenos’. Cordiales saludos,