Imagine por un momento que le suena el teléfono, descuelga y escucha una voz: «estimado señor o señora que en este instante anda cumpliendo con las obligaciones propias de su oficio y cuyo nombre de pila es tan sonoro y noble que debe ser la delicia de su familia, así por rama paterna como materna; no es por hacerle la pelota pero, si hubiera tenido la suerte de ser su hijo, reventaría de orgullo y satisfacción y, no obstante, le llamo para decirle que estoy frente a su casa, la cual, por cierto, está envuelta en llamas, por culpa de un incendio que yo mismo he provocado».
Usted, con toda lógica, pensaría que el tipo en cuestión es un capullo bromista o un sicópata con propensión a la retórica. Sin embargo, llevamos tantos años escuchando este tipo de discursos que ya ni nos sorprende. Miles de años. Pienso, por ejemplo, que desde niños nos enseñan a recitar eso de: padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, y todo lo que sigue, cuando en realidad lo que estamos haciendo es llamar a Dios para decirle: padre, líbranos del mal. Lo demás es paja. Pero es a la paja y no al grano a lo que nos acostumbraron.
Por eso nos tomamos con tanta naturalidad que todo un presidente de una comunidad como la valenciana, líder del endeudamiento autonómico, segunda en tasa de paro y con uno de los sistemas educativos más frágiles del país, se ponga delante de un micrófono y comience su discurso de esta manera, y cito literalmente: «somos los mejores, este es el mejor territorio, esta es la más grande comunidad de España y la mejor región de Europa y por eso han ocurrido las cosas que han ocurrido». Acto seguido, dimite por un escándalo de corrupción. Es decir, nos queman la casa pero, eso sí, nos lo cuentan tan florido y barroco que dan ganas de aplaudir y pedirles un bis.
Publicado en la contraportada del periódico Extremadura