.- Házmelo suave, le dije, y sentí que en mis sienes se agolpaba la sangre, que la voz temblaba sobre la lengua, delatando una vergonzosa inexperiencia, oculta durante décadas.
.- No temas: todo va a ir bien. Relájate, abre las piernas con suavidad y, cuando te lo indique, empuja despacio, poco a poco, sin gestos bruscos.
Precisamente, aquella seguridad de mariscal de campo es lo que me sacaba de quicio. Después de todo, ella era casi un cuarto de siglo más joven que yo, y su templanza no hacía más que agravar mi nerviosismo. Tampoco es que fuese una mujer de bandera, pero tenerla así, tan próxima, y en mi primera vez… Sumiso, resignado, y sin añadir una palabra más a mi derrota agaché la cabeza, decidido a someterme por entero a su voluntad.
.- Te noto algo distraído- me dijo entonces la chiquilla-; te advierto que irá mucho mejor si consigues no pensar en nada. Yo te ayudaré, pon una mano aquí y la otra aquí. Manténte despierto y atento pero, sobre todo, no me mires, como si yo no estuviera aquí, hazlo como si estuvieras solo.
.- ¿Como si estuviera solo?- pensé, escandalizado. El colmo del sarcasmo. Bastante difícil resultaba ya despegarme de sus ojos marrones, de su fuerte aliento a tabaco, de esa sensación de súbita pequeñez que se había adueñado de mis sentidos, agobiándome, como si la totalidad de su persona tratara de invadir cada uno de mis poros, para encima tratar de ponerme a pensar en eso tan abstracto y pueril como que ella no existía, que me hallaba solo en aquel lance y que todo el fastidio y la inmensa vergüenza que me paralizaban no eran sino producto de mi enferma imaginación. Si hubiera sabido cómo, habría sonreído, habría ideado alguna frase ingeniosa y habría salido de allí a toda prisa, pero mis nervios no estaban por la labor.
Por mis cejas comenzó a deslizarse una gota de sudor. De repente, esa maldita gota vino a detenerse justo sobre la punta de la nariz. Aquello me pareció el símbolo perfecto del ridículo. Quise eliminarla con un leve gesto, con un toque que pasase desapercibido a sus peritos ojos de maestra. Así, pues, levanté la mano suavemente, como un tahúr, y la llevé hacia mi cara, creyéndome a salvo.
.- ¿Qué haces? – gritó ella
Cerré los ojos, evitando contemplar la patética estampa de mi rostro reflejado en el pequeño espejo que había enfrente de nosotros; aún así, no fueron necesarios los ojos para sentir que aquello se paraba en seco. Un golpe brusco hizo que todo mi cuerpo se inclinara sin control hacia la derecha y en la confusión casi la golpeo con mi cabeza en su oreja.
.- No hagas eso jamás. Nunca levantes las manos sin mi permiso.
.- De acuerdo, de acuerdo, lo siento.- farfullé.
.- Está bien, dejémoslo por hoy. Para ser la primera vez no ha estado del todo mal. Ahora levántate y seguiré conduciendo yo -, concluyó la monitora.
.- Como quieras, respondí. Salí del coche apesadumbrado, más viejo, más vencido, y más humillado de lo que jamás soñé que podría soportar.
En la cafetería, frente a una infusión de tila, llegué a la conclusión de que quizás no sea tan buena idea sacarme el carné de conducir a estas alturas de mi vida, en las que ya toda novedad es un sofoco.
Si a ti te pasa eso en España, imaginame a mi en Colombia donde no solo tienes que andar pendiente de todo sino a la defensiva de cuanto peatón indecente osa en pasar sin previo aviso por cualquier parte del auto, o bien en una subida en donde tengo que engranar el cambio y se me rueda el auto y se me apaga una y otra y otra vez. Ahora bien, si a mi edad los sentidos no eran de cuando tenía 18, sigo pensando que ahora que he terminado de nuevo mi practica de conducción, conducir debe ser una alegría, o por lo menos una experiencia religiosa como lo que te paso.
Muy buen cuento, me encanto!