En las noches de insomnio recurro con frecuencia a los libros de Cunqueiro. Esta vez le tocó a Los otros caminos, de la editorial Tusquets, una colección de artículos periodísticos escritos entre 1952 y 1979. Años de grisura y convulsión. Pero el que quiera mirar el retrato de aquellos años, el que busque el rastro de aquella grisura, que lo busque en otros libros, que lo busque en otro autor. Álvaro Cunqueiro escribe desde otra realidad, la suya propia, un mundo donde la melancolía es reina, donde la prosa no es solo instrumento sino alimento. No es que se esconda, no es un cantor hueco, no es de los que lavándose las manos se desentienden y evaden. Entre tanta fealdad ambiente, él contribuye aportando belleza al mundo. Ahora es difícil que alguien se atreva a escribir así. Siempre lo fue, por supuesto. Pero ahora es como si el escritor de artículos estuviera obligado a andar al paso de la realidad, a tener el alma y la pluma atada a la actualidad, es como si se mirase con desprecio y aún con sospecha al que no usa su rincón periodístico para criticar, para atacar, para señalar con el dedo, para ensuciar el aire. Amo a Álvaro Cunquiero, entre otras cosas, por su libertad, por su desprecio a lo cotidiano, por hacer de la literatura un refugio, de la imaginación un arte, de la palabra un consuelo.
Sirva de ejemplo, este artículo.
La muerte de don Juan de Vivero fue en noviembre de 1521, al ponerse el sol. Hablo de la gala de Medina, la flor de Olmedo. Lo mató de una lanzada un tal Miguel Ruiz de la Fuente, en un lugar del camino entre Medina del Campo y Olmedo, que se llama todavía la Cuesta del Caballero. El porqué de la muerte, no se sabe. Don Juan regresaba a su casa después de lucirse en toros y cañas ante una tal doña Elvira Pacheco. Uno estaba por los amores de don Juan y doña Elvira, y venía el celoso lanza en ristre y hacia su muerte, pero en unas Memorias del poder que tuvo Medina, del XVIII, se afirma que “no fue por celos de doña Elvira Pacheco, como dice el romance que bailaron unos representantes, porque fue muy diferente”. La cosa, al parecer, fue por galgos. Miguel Ruiz se ofendió. Era mozo de dieciocho años –“barbiponiente” dice el Memorial de Medina del Campo, de Montalvo, donde acaso debiera decir “barbiasomante”-, y su madre no le dejaba dormir, recordándole la ofensa del vecino. No dejar el de Vivero sus galgos para cubrir las galgas del Ruiz, era ofensa, y quizás suponer que no había limpieza de sangre en las ligeras hembras venatorias, corredoras de liebre en las eras. Don Juan de Vivero regresaba a caballo a Olmedo, y con él iba un escudero. Para salir de Medina, pasaron los jinetes el Zapardiel por una de las puentes, ya la de San Miguel, ya la de los Zurradores, que es donde se retrató un servidor hace unos días, a la caída de la tarde. El Zapardiel no es un río, casi, y de él pudiera decirse lo que el clásico le hizo decir de sí al Manzanares madrileño: “bebióme un asno ayer, y hoy me ha meado”. En las orillas y en las aguas, envases de plástico, latas viejas, toda la basura del mundo. Ni un chopo ni una alondra. Pero en un rincón de verde ribera que queda limpio, unas prímulas tiemblan al sol. Algo es algo.
Yo creía en los amores, como dije antes, y vuelvo a ello. Doña Elvira había despedido a don Juan con una señal de guantes flamencos, y el caballero se marchó soñando. Es lo natural. En la melancolía del atardecer se entornan los ojos, y vive en ellos así más tiempo el rostro amado. Estoy muy práctico en esto. Y así iba como sin ver don Juan, cuando salió de entre álamos el Ruiz y lo atravesó con la lanza. Don Juan fue llevado a morir a Olmedo, donde estaba casado con doña Beatriz de Guzmán. El Ruiz tenía consigo dos criados negros, que se quedaron boquiabiertos, fueron presos y ahorcados en la plaza, junto al atrio de la Colegiata. El Ruiz huyó, se metió a fraile en la Mejorada, y aun parece que pasó a Indias. En el camino quedó una pocica de sangre de don Juan, y cuando secó, las cornejas picotearon.
Yo me senté en la puente al atardecer, por ver salir de Medina del Campo a don Juan de Vivero, envuelto en capa roja, y la birreta de alas, que el viento de Medina silba en las orejas. Pero ya hace siglos que muerta está la flor de Olmedo. Pasan cinco gitanos con una cabra. Subo desde el río hacia la plaza, donde quizás haya corros en los que se esté hablando de la muerte. Nada. Anochece, y Venus está a pique sobre el palacio real. El licenciado Rupérez –sucesor del físico Luengo que le curó las bubas a Bernal Díaz del Castillo-, cierra la botica. Pasan grupos de chicas minifalderas hacia las cafeterías: Las Vegas, Brasilia… En ésta, criticando el lujo de piernas que ofrecen las banquetas de la barra, dos ancianas beben lentamente sus copitas de anís. Una pide una tapa, y le sirven un pincho de bonito con una aceituna. Nadie sabe que esta atardecida le mataron, al Caballero. Lo sabe el lucero de la tarde. Lo sé yo, que vuelvo al río y me detengo cabe la iglesia de San Miguel. Desde muy lejos, viene la voz de una mujer que canta alegre. Y yo permanezco un largo rato en el puente, hasta que cierra la noche, único testigo de la tragedia. En el viento pasan las sombras que le aconsejaron a don Juan que no saliese, y las voces que le dijeron que no se fuese. Me vuelve a la vida el ajo rotundo de un carromatero, al que por poco le monta el mulo un ciclista que baja lanzado.
Alvaro Cunqueiro.
De la serie “El envés”, Faro de Vigo, 4 de marzo de 1969.