Hay un antiguo cuento acerca de un sacerdote al que encargaron portar la imagen de un santo hasta determinado convento. Enfrentado a varios días de camino, el buen hombre se echó la talla a las espaldas y emprendió sin más la marcha. En el transcurso le pilló una descomunal nevada. Sin ningún refugio a mano sólo logró sobrevivir quemando la estatua del santo que, por ser de madera vieja y seca, ardió a las mil maravillas. Pasada la tormenta, recogió las cenizas, las metió en una bolsa y prosiguió su viaje. Ya en su destino, el prior le echó una bronca de muy señor mío, amenazándole además con la excomunión y con los horrores del fuego eterno. Sin embargo, nuestro sacerdote se encogió de hombros y siguió pensando que había hecho lo que tenía que hacer: salvar su vida por encima de supersticiones.
Pues bien, últimamente pienso con frecuencia en este cuento. Será por la ola de frío o por la ola de malas noticias que no dejo de ver a España como a ese sacerdote al que le ha pillado la nevada con un fardo pesadísimo a las espaldas. Una Constitución anacrónica, un capitalismo desbocado, una monarquía obsoleta, una iglesia sin sentido, una justicia partidista, unas autonomías a su bola. Son, en fin, esa estatua seca y vieja que apenas sirve ya para un brasero. Si no fuera por el miedo a los priores del convento supongo que habríamos recuperado fuerzas quemando el latoso e inútil fardo.
Se me olvidaba decir que el sacerdote, cansado de la bronca de los supersticiosos, metió la mano en el saco de las cenizas y se puso a rebuscar. Qué buscas, le preguntaron. Las reliquias del santo. Era una estatua de madera, cómo vas a encontrar reliquias. En efecto, dijo, yo sigo vivo y él era solo una estatua de madera. Con hacer otra nueva, en paz.
Pues eso.
Artículo publicado en contraportada periódico Extremadura