Los escritores de memorias son como esos tenderos que sacan del viejo almacén su mercancía para colocarla en el escaparate a los ojos de todo el mundo, ya remozada o triste, vindicativa o pendenciera, pero nunca inocente. Hay memorias ficticias y líricas como La Rosa de Cela, memorias parsimoniosas y de justificación como las de Chesterton y memorias a las que se les nota a las claras que están compuesta como un laxante o como vomitivo que el autor precisa para descargar el alma de fantasmas.
Esa parece ser la intención de este primer volumen de memorias de Coetzee, que las palabras exorcicen a esos espíritus malos que se le han instalado en el recuerdo como inquilinos indeseadados. Porque si es cierto que recordar es elegir, Coetzee elige recuerdos preñados de crueldad, de dureza, de distanciamiento. Tanto es así que el autor ha optado por la tercera persona como medio de expresión, la más distante, como si fuera la vida de otro la que él mismo narra. El recordante se convierte en mero objeto recordado. Ya no cabe mayor distancia.
La prosa de Coetzee es clara, sin adornos; las frases de corto recorrido, pero contundentes y precisas, como los golpes de un espadachín que desdeña la filigrana y busca casi con cansancio el golpe certero que ponga fin al envite. Porque insisto en que estas memorias dan en todo momento la sensación de estar concebidas como pelea, como duelo que entabla en autor contra sus demonios personales. Y a esta pelea asiste el lector con el corazón encogido de espanto, ya que no es fácil escuchar la narración de un niño de diez años (el libro es el relato de tres años de vida del autor, los que van de 1950 a 1953, cuando el protagonista abandona la infancia y se adentra en la juventud), un niño, digo, que es el más atípico de una familia atípica en el país más atípico del mundo, Sudáfrica. Ingleses, afrikáner, judíos y negros constituyen una pirámide social asfixiante, repleta de prejuicios, de normas y tradiciones incomprensibles, donde el protagonista incuestionable es la crueldad y la intolerancia.
Tanto en el hogar como en los colegios es norma aplicar castigos físicos a los niños. Los padres, mejor sería decir la madre de Coetzee, no comparten estos criterios, pero el niño Coetzee, lejos de apreciar semejante actitud, odia a su familia más que nada por este motivo: “desea que su padre le pegue y lo convierta en un chico normal”, porque la normalidad es entendida por el autor como virtud, ser distinto se le antoja una condena terrible, el estigma de Coetzee queda a años luz del estigma del Demian de Hermann Hesse, que era entendido precisamente como rasgo distintivo de un espíritu superior. Coetzee mira hacia el mundo con asco, pero desea pertenecer a él con todas las consecuencias: “En Worcester iba al colegio temeroso pero también emocionado. La verdad es que en cualquier momento podía quedar al descubierto que era un mentiroso, y eso acarrearía terribles consecuencias. Aún así, el colegio era fascinante: cada día parecía traer consigo nuevas revelaciones de la crueldad y el dolor y la rabia del odio latente bajo la superficie cotidiana de las cosas. Lo que pasaba estaba mal(…), sin embargo, la pasión y la furia de aquellos días se adueñaron de él; estaba horrorizado, pero también ansioso de ver más, de ver todo lo que quedaba por ver”.
El escritor de memorias es un tahúr que va descartando los naipes que no interesan a su partida. Coetzee se ha desprendido de las cartas dulces para componer un relato tan deprimente como la misma realidad, porque el tahúr no siempre desea salir airoso del juego.
Comparto tu visión, me gusta mucho el blog. Saludos
Gracias, Teresa. Muy amable. Un fuerte abrazo.