Después de tanto tiempo no recuerdo sus nombres, aunque sí sus rostros y hasta me parece oír el murmullo de sus rezos en la oscuridad de aquellas noches.
Estábamos los cuatro en la trinchera, asustados, nerviosos, perplejos ante un destino que no acababa de clavar su metralla en nuestras carnes, casi adolescentes. El cabo, como si quebrando el silencio venciera al miedo, se inventó un juego macabro: cada uno de nosotros tenía que contar en qué modo le gustaría recibir a la muerte. Puede que ahora parezca una estupidez, pero, en esos instantes, la muerte era el único pensamiento posible y todos, sin excepción, secundamos el juego. Uno dijo que quería acabar fulminado bajo un obús, sin tiempo para el dolor ni la cobardía. Otro, por el contrario, pretendía sostener la mirada a la muerte hasta el último instante. Yo, por mi parte, no oculté mi miedo a morir, cualquiera que fuese la forma; pero, puestos a elegir, prefería una muerte honrosa y rápida, como la que proporciona un proyectil en la frente. Por último, estaba aquel soldado taciturno y sombrío, con el color de las mieses pintados aún en las pupilas. Apenas si sabía hablar mejor que una mula, pero en su lenguaje tosco nos confesó un profundo desapego a la vida, a la que odiaba con la fuerza de los desheredados que han visto todos los horrores de la guerra. Tan sólo sentía pánico por una cosa: el dolor. Y para huir de él, en cada asalto, se ataba una pequeña pistola en la mano, por si caía herido o prisionero.
Aquella terrible confesión nos amordazó a todos durante el resto de la noche. En el breve fulgor de los cañonazos yo contemplaba sus rostros demudados y el triscar silencioso de los labios, orando a dioses antiguos.
Por fin oímos el silbato del sargento ordenando avanzar, y abandonamos el sucio agujero gritando como posesos. Después de un momento de confusión, de balas, bombas, gritos, me parapeté tras un risco junto a otros camaradas. Y de repente el silencio. Y de repente unos gritos inhumanos, desgarrados. Me asomé con cautela y vi una pistola atada a un brazo desencajado y sangriento. Pero a mi compañero no pude verlo. Solo sus gritos, en los que no había palabras, sino un aullido terrible y animal. Más de una hora estuvimos soportando aquel lamento horroroso hasta que, vencido por el asco y la piedad, corrí hacia su trinchera. Allí estaba el pobre campesino, como un guiñapo humano, destrozados los brazos y las piernas, aullando sin percatarse de mi presencia, ciego de dolor.
Sin mirarle a los ojos, palpé su sien con mi fusil, y dejé que el amanecer naciera en silencio.
De Esa extraña familia de la que te hablé