Foto del hada aparecida en México |
Estos días la noticia que ha revolucionado México ha sido el hallazgo de un hada que acabó muriendo entre las manos del chaval que la encontró. Cuando han analizado a la supuesta hada, resultó ser un simple muñeco de silicona. ¿ O no? Yo os pongo un par de enlaces sobre la noticia, pero también os relato una historia muy a propósito con el asunto, y que cada cual piense lo que quiera.
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Extremadura es, ha sido siempre, escuela de calor. En las noches de verano de mi adolescencia, cuando salía por ahí con mis amigos, temía el regreso a casa porque por entonces las mujeres sacaban las hamacas a la calle y todo el pueblo se convertía en un mapa de tertulia. Los muchachos educados y tímidos hacíamos el camino de regreso por el medio de la calle, soltando cada cuatro pasos un obligado «buenas noches» como una letanía veraniega que los vecinos te devolvían casi a coro.
Muchas veces, muchísimas veces, si al doblar una esquina me encontraba con una calle repleta de hamacas, se me hacía un nudo en la garganta y, con disimulo, daba la vuelta, por ahorrarme la letanía, y buscaba otra alternativa. Lo malo es que en la mayoría de los casos la alternativa era una nueva calle atestada de hamacas y de saludos.
En una ocasión el rodeo se me fue de las manos y acabé saliéndome del pueblo. Cuando quise darme cuenta estaba en mitad del campo, solo y perdido, como un idiota. Pero la noche era tan perfecta y el pueblo tan como de Pedro Páramo, fantasmal y hermoso, mudo y sobrecogido en medio de esa escuela de calor que es el verano de Extremadura, que decidí dar un paseo y ver qué me ofrecía la noche. Como tantas veces a lo largo de mi vida, buscaba, sin saberlo, un encuentro que me iluminara el día.
Caminé un buen trecho mirando hacia el cielo, por ver si entre el puzzle de estrellas aparecía un ovni, un carro de fuego, una señal, algo. Ensimismado, absorto, acabé tropezando con un bulto. Caí al suelo. Y eso no fue lo que más me sobresaltó, lo que me llenó de espanto fue que el bulto, a su vez, arrojara un grito de dolor y de miedo mayor aún que el mío. Resultó ser un tipo de unos cuarenta años, envuelto en una manta de camuflaje, con prismáticos de camuflaje y con el rostro a rayas negras y verdes, a lo Rambo. Temí lo peor: un asesino, un secuestrador, un chiflado en busca de parejas de novios que le alegrasen el insomnio, y resultó que no; mi Rambo resultó ser solo un romántico, es decir, un enamorado de lo paranormal. Mi inquietud se aminoró algo cuando me dio su nombre y, sobre todo, su oficio: Robert Amendola, cazador de hadas.
Cualquiera que sea algo aficionado a la poesía sabe de sobra que todo poeta es un buscador de lo paranormal, un iluso, y como, de puro adolescente, yo no había aún matado al poeta que vivía en mí, ni me escandalicé siquiera con su confesión, antes bien me lo hizo cercano y simpático. Me senté a su lado y escuché su historia.
Resultó que el tal Amendola llevaba gastada una mediana fortuna en su desquiciado propósito de demostrar la existencia de las hadas. Ahora parecerá una estupidez, pero yo me lo tomé tan normal. Después de todo era un extranjero y, de los extranjeros, en la escuela de calor, no se escuchaban más que extravagancias. El caso es que allí estaba yo, sentado bajo las estrellas, escuchando a un tipo vestido como para cazar dinosaurios, hablando sin parar sobre las hadas: No son una quimera, me dijo, yo las he visto con mis propios ojos.
Cuando vi que me hablaba en serio debió escapárseme una punta de recelo en la mirada, porque el tipo me apuntó con sus ojos claros y encendidos como de profeta viejo, puso una mano en mi rodilla, confidencial, y me dijo: «yo estaba en el secreto de las hadas, pero de eso hace muchos años, cuando niño. Vivía entonces en Irlanda, con mi madre. Fue un mañana sin colegio en la que mi madre y yo salimos al bosque a por flores. Conocía un recodo donde creían unas magníficas lilas, las preferidas de mi madre, de modo que me separé un poco, por darle una sorpresa, y, en efecto, allí estaban las lilas, pero, cuando fui a cortar un tallo, entre las flores, encontré, medio exhausta, medio herida, un hada. Cabía en mi mano de niño. Al pronto no daba crédito, quise gritar de alegría, pero, entonces, el hada, me dijo: por favor, no grites. Y yo le hice caso. Cómo no hacérselo, si se trataba de un hada joven, hermosísima, dulce, y sabia. Me pidió que cortara para ella unas hojas y que le diera un hilo de mi camisa, y con ello confeccionó un apañado torniquete para su tobillo herido. Y en agradecimiento conversó conmigo unos minutos. Conocen muchos misterios y, si le pillas de buenas, te leen en la mano tu pasado y tu futuro. Yo era niño, de modo que mi pasado lo tenía reciente y me lo sabía de memoria, así que le pregunté por el futuro. Entonces ella avecinó su oído contra la palma de mi mano y luego se levantó muy seria, muy triste. Lo que vio no debió gustarle mucho y se emperró en no decirme nada, pero yo insistí. Vas a gastar tu vida buscando un sueño, me dijo. Qué sueño, pregunté. El hada me miró tan triste, tan hermosa que aún al recordarla me dan ganas de llorar. Creo que iba a contestarme cuando apareció mi madre. Aquí estás, me dijo, llevo un rato llamándote, me tenías preocupada; pero, qué es lo que tienes en las manos. Un hada, contesté. Abrí la mano para mostrarle mi secreto, solo que ya no había en ella ningún ser extraordinario, solo una pequeñísima y ridícula muñeca de plástico con forma de hada de película de Hollywood. Qué asco, hijo, a saber de dónde habrá salido, dijo mi madre, y me dio un sopetón en la mano y mi pequeña hada se perdió entre las flores. Para siempre. Yo quise decirle a mi madre que no era una muñeca, sino que entre los muchos poderes de las hadas está el de convertirse en muñeca, libélula, mariposa, lo que les de la gana, con tal de burlar el control de los humanos. Pero mi madre no me hizo ni puñetero caso. Nadie me hizo jamás ni puñetero caso cuando les contaba esta historia. Por eso, desde entonces, no he parado de buscar a mi hada, para que termine de contarme qué sueño era ese en cuya búsqueda gastaría mi vida.
Yo era muy joven, la noche perfecta y la melancolía de mi nuevo amigo Robert Amendola se me hacía contagiosa y asfixiante, como un perfume para el que aún no estaba preparado. De modo que decidí regresar a la escuela de calor. Era tan tarde que en las calles no encontré ni una hamaca, solo silencio y estrellas. De Amendola nunca más volví a saber. Pero del hada sí. Justo hoy. En un periódico mexicano.