HA PASADO UN ÁNGEL

Hoy la he vuelto a ver después de cuatro años. Es lo que tienen los ángeles, que carecen de noción del tiempo y del espacio, ni siquiera de la oportunidad.
La primera vez que la vi era tan solo una niña, una gitana rumana, enjuta y relimpia, que llegó a la cafetería pidiendo limosnas y que al extender la mano sonreía a los clientes de una manera que al principio nos dejaba turulatos, sin saber muy bien de qué iba aquello, pero que luego, casi siempre, acabábamos sucumbiendo al encanto de su dentadura milagrosamente perfecta. Parecía, más que una mendiga, una niña de familia-bien disfrazada de mendiga para una fiesta de fin de curso.
Durante un tiempo se acostumbró a acudir por las mañanas a aquella cafetería y, por alguna rara razón, acabamos contrayendo casi una amistad. Yo la invitaba a desayunar e hice cuanto estuvo en mi mano para que aprendiera a leer y a escribir. Ella, a cambio, me contaba a su modo anécdotas de sus padres y sus numerosísimos hermanos. Cuando se aburría, se levantaba, se desvanecía en el aire y no la volvía a ver hasta la mañana siguiente.
Una mañana no acudió a la cita. Yo intuía que debía andar por ahí, mostrando su sonrisa por las tabernas a cambio de una moneda. Pero pasaron los días y los años, y me olvidé de que un día conocí a un ángel.
Esta mañana ha aparecido embutida en el cuerpo de una jovencita de doce o trece primaveras que en ella, de alguna forma, se han hecho otoños. Tiene menos años que mi hija y, sin embargo, tiene más edad, ya no es una niña, ni tan siquiera un ángel. Parecía sólo una muchacha triste. Al verme se sonrió, se acercó y me preguntó si me acordaba de ella. Y yo claro que me acordaba, cómo olvidarla. Me pidió dinero para no sé qué asunto, me contó sucintamente que no le iba muy bien y que necesitaba trabajo para ella y para sus hermanos. Yo no podía hacer nada, pero me ofrecí a acompañarla a la oficina de empleo y mediar por sus intereses. Pero ella no creía en esas cosas, “ demasiados papeles”, me contestó. Y se fue, tan derrotada, tan triste, tan humana que casi no se le notaban las alas. Ya no le refulgen los ojos, ya no le brilla la sonrisa. Ni siquiera me aceptó un desayuno.
Del libro Esa extraña familia de la que te hablé 
fotografía de Javier Remedios

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