Me he plantado en las oficinas del Instituto Cervantes de Holanda a ofrecerme como profesor de español. A priori no suena a tontería, después de todo soy filólogo licenciado y con experiencia docente, pero a la mujer que me atendió casi le da un patatús de la risa. Llega usted con diez años de retraso, me dijo. El español ya no interesa, estuvo de moda cuando ganamos los mundiales, cuando el boom del ladrillo. Ya, pensé yo, y cuando Lope de Vega, pero es que yo necesito el trabajo ahora. Es que ahora, dijo leyéndome el pensamiento, a los cursos de español se apuntan cuatro gatos. Acaso tenga usted más suerte con otro tipo de tareas. Aquí a los españoles los quieren para cosas manuales. A ver, qué sabe usted hacer con sus manos, me preguntó. Con las manos, estuve a un tris de decirle, sé saludar en molinillo como la reina de Inglaterra y repartir hostias como un mono. Pero me contuve porque entiendo que gente con esas habilidades tampoco hace falta en Holanda.
Regresé a casa apesadumbrado. Mi mujer me recriminó el no haberme inventado un qué sé yo, una vocación panadera o una tendencia a la peluquería hipster, pero es que si yo supiera mentir estaría en el gabinete de Rajoy y no en La Haya queriéndome ganar la vida. Y digo ganar y no buscar porque vivir aquí es como ganar un premio. Es la ciudad más limpia, silenciosa, refinada y sociable que uno pueda imaginar.
Un paseo por estas calles llena a un español de preguntas. La principal de ellas es qué han estado haciendo nuestros políticos mientras estas gentes se civilizaban, se administraban como príncipes y crecían como gigantes. Ellos refugiándose en la herencia recibida y mi madre atiborrándome a Calcio 20 para los huesos pero yo me siento un enano frente a esta gente que ha hecho de su ciudad una lección de vida.
Con decirle que hoy mismo hay en la playa miles de personas tomando las espuelas de este sol de otoño y no se escucha una mosca. El hilo musical de la consulta de su dentista arroja más decibelios que esta playa. Y eso que está tomada por familias con niños y con perros, sobre todo con perros. En las puertas de los chiringuitos los taberneros colocan hileras de cuencos vacíos para que los dueños echen en ellos agua o comida para sus mascotas y mientras los humanos se toman sus refrigerios, los perros, los muy holandeses, aguardan bajo la mesa dormitando o mirando al mar, sin decir esta cola es mía.
A un español estas cosas le impresionan. Este respeto digo. Por algo nuestra fiesta nacional es una hecatombe mientras que la suya consiste en montar mercadillos de segunda mano en la puerta de cada casa. No es por comparar, pero en España se ha aprobado una Ley de Caza que permite matar a perros y a gatos mientras que en Holanda existe desde hace años la Animal Cops, un cuerpo de policía destinado exclusivamente a la vigilancia del maltrato y el abandono de animales. En España ser un animal solo te compensa si eres ultra de un club deportivo. Aquí todo son ventajas. Estoy por pensar que si en vez de profesor español digo que soy pastor alemán me nacionalizan fijo.
Publicado en el diario HOY el sábado 4 de octubre 2014