En los veranos de mi adolescencia pasaba las noches al raso, buscando encuentros extraterrestres. Digamos que lo mío no es que fuera un éxito abrumador, pero más de un avistamiento sí que tuve, sobre todo en ciertas discotecas. En la de Solana de los Barros, por ejemplo, conocí a una chica a la que hablé de Bécquer con tanto entusiasmo que acabó pidiéndome que se lo presentara, para bailar con él.
Encuentros de ese tipo son los que me llevaron a caer en la cuenta de que compartimos espacio con gente de otras galaxias, extraterrestres peritos en el arte del camuflaje, pero cuya naturaleza no-humana se manifiesta al llegar el verano. No es que lo diga la Universidad de Wisconsin, es que lo he visto con mis propios ojos: hay determinados extraterrestres a los que el calor afecta en las cuerdas vocales y les obliga a hablar a voces; a otros, les merma el sentido de la vista y no aciertan con las papeleras; a otros, la ropa se les hace intolerable y pasean en tripa y calzones por la ciudad; a otros, en fin, el calor les anula el sentido de la educación y les vuelve groseros y violentos. Son cada vez más numerosos, y se exhiben cada vez con mayor descarado.
Ayer mismo, mientras cenaba con mi mujer, tuve una experiencia de este género. Localización: un restaurante, a la orilla de un río, bajo un cielo tostado y terso como la piel de Beyoncé, un músico ambulante, con su guitarra y su armónica, cantaba entre las mesas viejas canciones de amor. Perfecto. De repente, aparece el camarero. Nada de música, dice a voz en cuello. La noche y el músico cruzan un gesto de tristeza, pero el de la guitarra no dice nada, recoge sus monedas y se larga. El camarero sonríe a las mesas, triunfante. Mi mujer y yo terminamos la cena como la misma noche, más ensimismados, más tristes y recogidos, sabedores de que hay un tipo de extraterrestres a los que irrita ver gozar a los pocos humanos que vamos quedando.
Publicado en la contraportada del periódico Extremadura