El terrorista pasivo es un cuento de Juan Bonilla del que me acuerdo siempre que un atentado sacude los telediarios. Ahora, por ejemplo, tras lo ocurrido en la maratón de Boston. Bonilla imagina en su cuento un terrorista, al que llama Espartaco, tan listo, y tan vago a la vez, que idea el modo de aterrorizar al mundo sin pegar un solo tiro ni caer en la vulgaridad de ir por ahí matando a la gente. Para qué. Ya se encarga de eso el azar, la naturaleza, y nosotros mismos, que somos unos brutos.
Al terrorista de Bonilla le basta con reivindicar como suyos los accidentes y catástrofes que ocurren en el mundo. Que cae un avión en la China, Espartaco lo reivindica. Un edificio se derrumba en Bangladesh, ahí está Espartaco reclamando la autoría. Que en Nápoles se despeña un autobús, ha sido cosa de Espartaco. Explota una refinería, Espartaco estuvo allí. Es una idea diabólica, pero genial. Podrías poner en jaque a los gobiernos del mundo entero y dormir por las noches con la conciencia limpia como la de un seminarista.
El Espartaco de Bonilla, por ejemplo, nunca habría puesto la bomba en la maratón de Boston. ¿Jugarse la vida para matar a tres inocentes y mutilar a un puñado de ociosos? Esa burrada está al alcance de cualquier descerebrado. Espartaco, más fino, más sutil, más agresivo, más eficaz que todo eso, juega con la certeza de quien tiene al azar como asalariado. Esperaría un poco. No demasiado. Al día siguiente explotó en Texas una planta química en la que murieron casi un centenar de personas. Hoy mismo han muerto otras cien en el derrumbe de un edificio en la India.
Tantas lágrimas, tanta sangre, qué ridículo pretender cambiar el mundo con una olla exprés cuando el azar y la misma naturaleza juegan tan en nuestra contra.