Todavía algunas noches, cuando no puedo dormir, me asomo a la ventana y me parece escucharla. Depresión la llaman los modernos, los antiguos la llamaban Sirena. Su canto es dulce, irresistible y triste, y lleva a los hombres a desear la muerte. Cada año un millón de personas mueren víctimas de la depresión. El último caso célebre ha sido el de Robin Williams, pero el suyo es sólo un nombre rutilante entre cientos de nombres sin gloria. Justo hoy es el aniversario de la muerte de Elvis Presley, el rey de la depresión. Elvis fue un Ulises al que los compañeros, en vez de taponarle con cera los oídos, hacían coro a las sirenas. Sin embargo, más que el de estos dos señores, a mí el que me dolió fue el suicidio de Hilario Camacho, del que hoy se cumplen ocho años.
Que se dejen morir de un chute de tristeza gente como Hilario o Elvis o Robin Williams nos deja perplejos. Aparentemente poseen todo por lo que los demás suspiramos. Talento, fama, dinero, prestigio, reconocimiento. Pues ni por esas. Lo que viene a demostrar que, para caer en la depresión, no se precisa ser rico ni pobre, famoso o anónimo, hombre o mujer. Solo estar vivo. Ni siquiera es patrimonio de los más sensibles como creen algunos. Es solo que un día tu oído pilla la frecuencia de las sirenas, prestas atención a su copla, y ya estás sentenciado. Una copla sencilla y subyugante, en forma de tres breves preguntas: ¿para qué?, ¿a quién coño le importa todo esto? y ¿qué pinto yo aquí?
Y lo ponzoñoso no son las preguntas, lo que en verdad delata que tienes la sangre contaminada es cuando te sientes más lúcido y más fuerte que nadie, tan arrogante que te crees capaz de responder a esas preguntas con una sola palabra: vanidad. El truco que usan las sirenas para enganchar al depresivo es hacerle creer que está en el secreto de la creación, y que el secreto es que la creación es un puñetero fraude. Nada merece la pena, y menos que nada, tú mismo. Extiendes tus alas, miras al cielo y caes, como en la canción de Hilario Camacho.
Otro modo que tuvieron los antiguos de expresar este tormento era por el mito de Jonás y la ballena. La depresión como un monstruo que te traga, te sume en la oscuridad y te lleva por desconocidos abismos, hasta que un día, con un poco de suerte, te escupe en alguna orilla y sales convertido en otro, transmutado, más sencillo, menos arrogante, más hombre. Ciorán, que estuvo en el vientre de la ballena la mayor parte de su vida, dejó escrito en alguna parte que no hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos. Y Luis Landero, que también sabe algo de sirenas, dice que la mejor sabiduría consiste en no exigir a la vida más de lo que la vida honradamente puede dar. Yo también estuve una vez en el vientre de la ballena. Un viaje de cinco años. No me atrevería a decir que cuando me escupió en la orilla me dejó más sabio, pero sí más comprensivo con los suicidas, más tolerante con la tristeza ajena y fanático incondicional de la alegría.
Publicado en el diario HOY el sábado 16 de agosto del 2014
una vez más, chapeau. ¡Qué envidia! ¿Se puede clonar la inteligencia? Gracias, F.R.T.
Emocionante y esclarecedora reflexión, gracias por compartirla…