Tras la crisis de principios de siglo, pongamos que allá por el año 2020 o 2030, reina por fin la paz social. Sin indignados, sin revueltas, solo obreros obedientes, conformes con la miseria que alguien invisible y todopoderoso les asignó. Entre las soluciones dadas por los gobiernos para llegar a tal logro destaca la de la supresión de las ayudas a cultura, el abandono del sistema educativo. La ignorancia es mayúscula. No hay pensadores entre la clase obrera, no hay críticos, no hay carne de zozobra, es inexistente el peligro de un nuevo brote de crisis, porque muerto el perro se acabó la rabia. Solo unos pocos conservan cierto recuerdo de lo que fue el placer de una lectura gratificante. Son, por lo común, gente arriesgada, melancólica, viejos adictos a la letra impresa, pobre gente que salen a la calle a trapichear en el mercado negro.
Esta es la situación. Ahora imagina que tú perteneces a ese mundo. Imagina también que estás teniendo un mal día, un día de esos sin sentido, en los que solo te nacen preguntas y aburrimiento. Te pones el abrigo, subes las solapas y sales a la calle, a buscarle a la vida la sal y la pimienta. Sabes por dónde buscar. Eres perro viejo. Y en uno de esos oscuros callejones te aborda un tipo de aspecto siniestro, un tipo con voz susurradora que te dice casi al oído: tío, tengo textos de calidad. Se abre un poco la gabardina y te enseña la punta de un puñado de libros en decente estado de conservación. Tú te pones quisquilloso, casi ofendido, porque igual es un policía tratando de sorprenderte, pero en cuanto ves que la voz cavernosa y emocionada, el desaliño indumentario y el nerviosismo evidente de su estampa delatan al vendedor clandestino, pides que te enseñe el material, luego regateas, siempre igual, para acabar al fin entrando al trapo de lo que te ofrecen. Es lo que tienen los yonquis, que carecen de contención. Les puede la recreación anticipada del placer. Pero no quieres comprar cualquier cosa. Has salido a la calle a por algo duro. No te vale una novela de pacotilla, no te servirá arriesgar la vida por un folletín de tres al cuarto. Quieres meterte en vena letra dura, algo que te haga sentir vívidamente cómo fue el mundo libre, cómo era ser hombre y tener la esperanza de crecer hasta las estrellas. Algo que te haga llorar de tristeza por todo lo perdido. Pides Tomas Mann, pides Cervantes, un García Márquez, o mejor aún, pides algo de filosofía, algo de Voltaire, algo de Nietzsche, o algo de poesía, a ser posible sin adulterar. Con un par de libros bajo la camisa, malamente camuflados, te vas a casa a toda velocidad. En la soledad de tu habitación, cumpliendo debidamente con cada uno de los rituales del experimentado devorador de sueños ajenos, abres el libro. Comienzas a leer. El mundo sórdido de tu alrededor desaparece. Mengua el dolor, la tristeza se calma. Al abrir el libro has abierto la caja de los truenos, porque igual tienes suerte y te brota un pensamiento. Tú aún no lo sabes, pero en ese mismo gesto, sencillo, antiguo y noble, está el germen de la próxima revolución. Y quién sabe, quizá la próxima sí merezca la pena.