–
Hay palabras que de repente se ponen de moda y parece que se van a comer el mundo y luego, sin que nadie sepa por qué, van perdiendo fuelle, se arrinconan y, al cabo de cierto tiempo, ya nadie se acuerda de ellas. Pienso, por ejemplo, en la palabra “fúcar”, que durante muchos años sirvió para definir a alguien muy, muy rico. Otra que parecía que iba a comerse al mundo es la palabra “zonzo”, muy usada desde el XVII al XIX para referirse a una persona tonta o sosa. A las dos las hemos echado en el abandono, que dice el bolero.
Por otro lado, tenemos palabras de salud delicada, pero que se niegan a morir. Las escuchamos de tarde en tarde y, aún así, es escucharla y de inmediato nos remiten a otra época y otras costumbres. Pasa, por ejemplo, con la palabra “malandrín”, que nos suena a tiempos del Quijote. O, sin irnos tan lejos, la palabra “yeyé”, que nos lleva directamente a los años sesenta, a los pelos largos, a la música inglesa, a las faldas cortas y a la sonrisa de Concha Velasco, que acabó por convertirse en nuestra chica yeyé por excelencia.
Yeyé entró en nuestro idioma por medio del francés, aunque su origen es inglés; para ser más exactos, es la transcripción fonética del inglés ‘Yeah’, ‘Yeah’ (Yes), que los cantantes franceses metían en sus canciones, imitando a los grupos ingleses y americanos.
Lo que vino a llamarse “el movimiento yeyé” nace en Francia de mano de los programas radiofónicos para jóvenes en los que se retransmitía la música de moda, es decir, Elvis, Sinatra y el resto de artistas americanos. Fue en Francia donde se acuñó el término. Y pronto pasó los Pirineos y caló en el público joven, sobre todo en el público femenino, que era quien más consumía las dos revistas de moda por aquel entonces, Fonorama y Fans. De hecho, fue la revista Fonorama la que introdujo el término en nuestro país en febrero de 1964.
Muchas de las portadas de estas revistas las copaban cantantes francesas, muy especialmente Sylvie Vartan, una chica rubia, de ojos claros y aire dulce, a la que se consideraba la reina del yeyé. Esto importa porque veremos que nuestra primera chica yeyé reunía todo los requisitos para convertirse en la Sylvie Vartan española, me refiero a Karina, que, en efecto, fue nuestra primera chica yeyé. Tanto es así, que en1966 obtuvo la Medalla de Oro como Mejor Cantante “ye-ye”. Lo fue hasta que José Luís Sáez de Heredia estrenó la película Historias de la televisión y apareció en ella Concha Velasco interpretando la canción Soy una chica yeyé, compuesta por Antonio Guijarro y Augusto Algueró, y la convirtió en la chica yeyé para la eternidad. Una canción, por cierto, que desde aquel 1966 hasta nuestros días, no hay fiesta o karaoke donde no se acabe cantando a voz en grito.
Lo yeyé sobrevive gracias a una canción
Tengo para mí que son la canción y la película las que hace que la palabra siga viva. No se puede decir lo mismo de otras voces nacidas también en aquellas décadas y que han corrido suertes dispares. Pensemos por ejemplo en las palabras guateque, picú, piripi o niqui. Por cierto, lo de picú tiene su gracia porque, al igual que yeyé, es la castellanización de un término inglés, en este caso la expresión pick up.
Y más interesante aún es el origen de la palabra niqui, lo que hoy llamamos polo. Proviene de Nicky, que es el nombre del protagonista de la película Llamar a cualquier puerta, estrenada en 1949 y protagonizada por John Derek y H. Bogart.
Esto de que un personaje de cine dé nombre a una prenda de vestir no es nuevo. Ya pasó con rebeca, tomado de la película de Hictchock, Rebeca (1940), protagonizada por Joan Fontaine. Rebeca sigue siendo una palabra viva. No huele a naftalina, como yeyé, que si bien nació, como hemos visto, en los años sesenta, no entra en el diccionario de la RAE hasta 2001, cuando ya era una reliquia, como el picú, el twist y la permanente en el pelo.
Este artículo forma parte de la sección Te tomo la palabra que cada semana comparto en el programa Gente Corriente de Canal Extremadura Radio y que puedes escuchar aquí.