Llevo toda la vida escuchando decir que si hubiera un desastre nuclear, los insectos, de alguna manera que no alcanzo a comprender, se las ingeniarían para sobrevivir y conquistar el mundo. Ojo, que digo que la idea no alcanzo a comprenderla, pero no por eso se me escapa que posee una lógica apabullante; después de todo, los insectos son más veteranos que nosotros en esto del vivir y han demostrado poderes extraordinarios para cualquier clase de perversión, incluyendo la de sobrevivir, incluso al cucal.
Así pues, pertenece al orden natural y a la justicia poética el que los insectos, que no sirven para casi nada bueno, sean nuestros herederos legítimos. Y eso que he de confesar que me cuesta horrores imaginarme un mundo plagado en exclusiva de insectos. Lo entiendo como una de las fantasías más macabras que ha levantado la mente humana; pero, por eso mismo, por cuanto tiene de macabra, reúne sobradamente los requisitos para que alguien la convierta en realidad. Porque, todo lo malo que un hombre puede llegar a imaginar, otro acaba cumpliéndolo. Ahí está el siglo veinte para confirmar cuanto digo. En los últimos cien años se han llevado a la práctica horrores que habrían espantado a las mentes más retorcidas de los siglos anteriores. Sin embargo, por un misterio que también se me escapa, no ocurre lo mismo con las profecías optimistas; esas, de un modo u otro, acaban siendo siempre un fraude: hemos superado el año 2000 y no hay parques temáticos en la Luna, ni coches voladores, ni viajes teletransportados, ni nos comunicamos por telepatía como nos aseguraban cuando niños. Aunque sí guerras televisadas -tal y como las imaginó Orwell-, Gran Hermano, aldea global y pensamiento único.
Este fin de semana se ha celebrado en Madrid un congreso sobre ciencias ocultas y parapsicología y ahí me he enterado de la existencia de un científico ruso llamado Filipov, que fue asesinado justo al comenzar el siglo XX. Hay quien quiere ver en este asesinato como un aviso de los tiempos que se avecinaban.
Resulta que Filipov había inventado un aparato con el que transmitir por radio, en un haz dirigido por ondas cortas, el efecto de una explosión, lo que dicho en lenguaje de calle significa que había encontrado el modo de destruir una ciudad o un país entero por simple control remoto.
Por muy inverosímil que nos resulte ahora, cuando la noticia del invento llegó a oídos del Zar Nicolás II, en vez de secuestrar la idea y ponerse a invadir países, ordenó a su policía eliminar al científico y quemar el laboratorio con todos sus escritos, incluyendo, por supuesto, el libro La revolución por la ciencia o el fin de las guerras, donde desarrollaba la idea de ese arma de destrucción masiva. Más que otra cosa, el título del libro pone de manifiesto la ingenuidad del profesor, que había llegado a creer que su ciencia conduciría al mundo hacia la paz definitiva. Sólo que el Zar, con los pies más asentados en la tierra que el científico, comprendió que su máquina, lejos de ser utilizada con fines virtuosos, acabaría más temprano que tarde convertida en un arma espantosa en manos de cualquier desequilibrado.
Y el tiempo ha demostrado que no le faltaba razón, porque, visto lo visto, da vértigo pensar qué derrotero habría tomado la historia si la máquina de Filipov hubiera caído en poder de Hitler o Stalin, incluso del mismísimo Roosevelt. Gracias al Zar, el reino de los insectos tendrá que esperar un poco, aunque es cierto que todo el celo de Nicolás II no fue suficiente para poner freno a las tragedias que asolarían años después al mundo. Es como si el siglo veinte, con todo su escaparate de horrores, fuera la antesala para el tiempo de los insectos, y lo que llevamos de éste no parece que vaya a reportarnos sorpresas mejores.
No debe ser casualidad que el libro más influyente del pasado siglo, la Metamorfosis, cuente las aventuras de un hombre que acaba convertido en cucaracha; los músicos más geniales sean Los Escarabajos (The Beatles); el superhéroe más admirado, El Hombre Araña; el invento más rentable, increíble, fascinante y con el que acabarán controlándonos hasta los sueños, La Red.
Estamos ya en el tiempo de los insectos y ni nos habíamos dado cuenta.
Bueno… y después de una hecatombe volveríamos a pasar por El señor de las moscas.
Lo que cuentas de Filipov recuerda un poco a Tesla, a quien también le iba eso de "el rayo de la muerte".
Hablando de insectos, te dejo una frase del Premio Nobel Jonas Salk (el de la vacuna de la polio): "Si desaparecieran todos los insectos de la Tierra, en menos de 50 años desaparecería toda la vida. Si todos los seres humanos desaparecieran de la Tierra, en menos de 50 años todas las formas de vida florecerían". Acojonante.
aclaración (por si las moscas…):
Jonas Salk nunca fue galardonado con un Premio Nobel. Al haber fundado el Instituto Salk en La Jolla, California, donde se codeaba con un montón de científicos que sí lo habían recibido, supuse que él también era del "club". Suposición errónea: acabo de verificar el dato y nada de nada, ningún Nobel en su palmarés deportivo.
un saludo