Despertar y saber si el resto del día tendrá un sentido es lo que marca la diferencia entre vivir a la deriva y la paz interior. Desde aquel primer día en que unos hombres se sentaron alrededor de una candela y uno de ellos dijo os voy a contar una historia, todas las grandes narraciones que nos han emocionado giran en torno a ese tema, qué sentido tiene mi vida. Porque, como escribió José Saramago, no hay mayor soledad que la de saberse inútil. El propio Saramago, cuando las editoriales pasaron de Claraboya, su primera novela, se sumió durante años en un tristísimo silencio, que es otro modo de llamar al desasosiego de saberse inútil.
Desde Ulises hasta don Quijote, desde Madame Bovary hasta Harry Potter, todas son historias de gente que emprende un viaje hacia sí mismo llevando a las espaldas el fardo de esa inquietante pregunta: qué pinto yo aquí. Por eso triunfan El Artista y La invención de Hugo, porque nos emocionan las historias donde la aventura es sencillamente encontrar sosiego a esa zozobra. Y nos emocionan aún más cuando el sosiego llega de manos del amor. El amor nos devuelve la esperanza, nos hace creer que no somos estos animales egoístas que se empuercan en un cenagal de estadísticas y números.
En El Artista se cuenta la historia de una mujer que cree en el talento de un hombre y lo rescata. En La invención de Hugo un chico se salva por la intervención de una muchacha que cree en él. Y en la vida real, Saramago se salvó el día en que Pilar del Río, tirando del hilo del amor, acalló la angustia provocada por el silencio de las editoriales. Eso es lo que nos enseñan los grandes narradores, que buscar sentido a la vida es el origen de toda gran historia y que detrás de toda gran historia se esconde una simple historia de amor.
Contraportada del periódico Extremadura