Hasta los bomberos me gritaban: salta, salta. |
El inventor del puenting soy yo, decía ufanamente un señor con el que cierta vez compartí barra en la cantina de una periférica estación de ferrocarril.
Estaba desesperado (confesaba entre carajillo y carajillo), abandonado de la raza y de los dioses, (se ve que el pobre hombre tenía querencia a lo retórico y a la filigrana), sin más familia que un puñado de cigarrillos, la única hembra que me esperaba en alguna parte con las piernas abiertas era la muerte. Así pues, decidí no alargarle la espera y subí a la cima del edificio más empinado de la ciudad, dispuesto a todo.
Ahora que lo pienso, nunca antes llegué tan alto en mi vida; sin embargo, mi naturaleza volvió por donde solía: a la inconstancia y a la tibieza, esas dos lacras que han estragado los cimientos de mi existencia.
Allá arriba, sobre el balaustre del rascacielos, se apoderaron de mí unos arrepentimientos y unas indecisiones que no parecían agradarle mucho al numerosísimo público congregado abajo por obra y gracia de una emisora local, atraídos sin duda por el lucerío y las chivatas sirenas de los bomberos. Parecían una legión de conguitos vociferantes.
No comprendía las frases, pero de vez en cuando pillaba alguna palabra suelta: cobarde, fantasma, fanfarrón, esas cosas, y hasta los mismos bomberos me invitaban a saltar,. Me decían: «pero si es apenas un momento, usted no va a sufrir casi nada y en cambio hará feliz a toda esa gente que lleva horas aguardando para verle volar«. Yo no discuto que tuvieran razón, pero no tenía yo el cuerpo muy saltador.
El mismísimo Ayuntamiento creyó necesario intervenir y envió a la asistenta social, una joven contundente y apresurada que, al parecer, tenía ganada fama de se toda una especialista en estos casos. La buena mujer, la verdad, lo intentó con un afán propio de una entusiasta del oficio, pero tampoco ella consiguió doblegarme. Me decía, usted no piense en la distancia real, imagínese que es sólo un peldaño el que baja, y ya verá como no se da ni cuenta del coscorrón. Y yo claro que imaginaba, y hasta vergüenza sentía de defraudar a toda aquella gente que berreaba con tanto ahínco allá abajo; y me escandalizaba el pensar la cantidad de dinero público despilfarrado por mi culpa, y lo mal que debían sentirse aquellos profesionales, que tendrían hijos y padres y madres esperándoles en casa, y mi inconstancia les estaba chafando su labor. Pero que si quieres arroz, Catalina.
Todas estas calibraciones pasaban por mi cabeza y, aun así, persistía en mis miedos. Las horas fueron pasando, la tribu de los conguitos cada vez resultaba más dilatada y bulliciosa; hasta hubo quien llegó a las manos por atrapar una silla de los veladores de las cafeterías de las esquinas y observar el espectáculo desde un bello escorzo. Creo que el que se puso las botas fue el de Alsime, el de los alquileres de sillas y mesas. Tendré que informarme de este detalle. La cuestión es que la policía municipal se vio obligada a cortar el tráfico, y en vistas de las dimensiones que estaba tomando aquel incidente, alguien mandó llamar al alcalde, quien, sea dicho en su favor, no tardó más de dos minutos en personarse.
El buen señor, haciendo un electoralista alarde de destreza, se colocó junto a mí y empezó a hablarme con su bruñida palabrería de político. Para ser sinceros, admito que él estuvo más cerca que ningún otro de lograr que me tirara al vacío, solo que al final, casi con un pie en el aire, siempre nacía un pensamiento cobarde que estorbaba el salto definitivo.
El alcalde, zarandeado por el coro chillón del público que gritaba que salte, que salte,- incluso algún descarado insinuó que salten los dos, sin el más mínimo respeto por la autoridad – haciendo trompetilla con el hueco de las manos, arengó a la ciudadanía, no os preocupéis, no voy a dejar que este tipo se burle de nosotros, que nos haga perder el tiempo, nique nos sitúe ante el resto de la nación como un pueblo de miedosos, de gente indecisa e inacabadora: no al menos siendo yo alcalde.
Yo estaba tan ensimismado escuchando su bello discurso que no me percaté del movimiento de sus manos, y en ese descuido, el político, animal que vive de aprovechar los descuidos ajenos, me propinó tan magnífico empujón que me puso a pajarear por los cielos.
El público rompió en grandes, enormes, entusiastas aplausos que yo no pude agradecer como habría sido mi deseo y como obligaba mi educación, puesto que la velocidad de la caída provocaba en mis tripas una incontrolable sensación de vértigo que atenazaba todo refinamiento.
En cualquier caso, ya me había despedido con mil oraciones del perro mundo cuando, a la altura del primer piso, una banderola del banco hispanoluso que ocupaba la entreplanta me ensartó por entre la camisa y los tirantes, quedando yo a unos dos metros del suelo, en un delicado vaivén de yo-yó de niño habilidoso.
¡Qué éxito! ¡Qué sensación inédita de triunfo! Los conguitos, ya transmutados de nuevo en personas, aplaudían a rabiar. Otra, otra, reclamaban; sin embargo, después de la experiencia, no me había quedado el espíritu muy fino ni el cuerpo muy católico ni saltador; así pues, recompuse la estampa lo mejor que supe y, algo aturdido, volví a mis soledades.
Pero mira cómo es de sorprendente la vida que, al cabo de unos días ,apareció por casa un representante de la asociación de empresarios de esa barriada y me ofreció un magro contrato para que repitiera el salto una o dos veces por semana.
Así lo estuve haciendo hasta que salió la competencia, y entre todos conseguimos aburrir a la clientela, que desde entonces no hay ciudad ni pueblo donde algún desocupado practique por aburrimiento lo que para mí suponía el pan del cuerpo, y aun del alma.
Y aquí me ve usted, concluyó, una vez más solo, olvidado del mundo, viendo llegar trenes y marchar trenes, alimentando al cáncer y a la melancolía.
Yo, para agradecerle la historia, y por que uno es así, le pagué un par de carajillos, qué coño, que siempre es un orgullo compartir desayuno con un pionero.
Publicado en el libro La extraña familia de la que te hable