EL HOMBRE PLASTILINA

Relato ganador del primer premio del concurso Pérez Taybili 2024.

Mi madre no se acuerda de mí. Me confunde con mi padre, que lleva muerto quince años. La visito todos los miércoles y domingos y en cada ocasión espero que al abrir la puerta de su dormitorio se produzca el milagro. Pero las neuronas en las que habitaba el recuerdo de mi nombre y de mi cara y de mi vida adulta se han esfumado. Ya no existo para ella más que como una evocación. Y es bien triste. Me toma la mano y pregunta por “el niño”, que es su modo de referirse a mí. Su único hijo. Aunque ya estoy muy lejos de ser un niño. Hace tiempo que sobrepasé los cincuenta. Ella cumplió hace poco los ochenta.

Nunca pronuncia mi nombre y me llama Joaquín, que era como se llamaba mi padre. Yo al principio la corregía. Ya no. Las enfermeras insisten en que no debo contrariarla, que le siga la corriente, para que la tristeza y el desasosiego no le hagan más daño. De ese modo, el que cada vez sale de la residencia más triste y desasosegado soy yo. Pero todos insisten en que está mejor cuidada en una residencia. Yo no estoy muy convencido, pero soy incapaz de enfrentarme a la opinión de los demás. Mucho menos a la de los médicos y enfermeras, que me abruman. Por otro lado, es agotador y deprimente interpretar el papel de mi propio padre, agarrar la mano de mi madre y dejar que bese la mía sabiendo que no es a mí a quien besa, o escucharle confidencias que se moriría de vergüenza si supiera sobre qué oídos las vierte.  No me cabe en la cabeza situación más penosa. Cada vez que salgo de la residencia me voy directo a un bar cercano, me apoltrono en un extremo de la barra y me tomo un par de lingotazos, que es el único modo que conozco de que el mal trago aminore y se diluya entre el alcohol y el ruido de esa mierda de música que ponen en estos tugurios.

En cierta ocasión, apuraba la segunda copa cuando vi que, desde el otro lado de la barra, una pareja me miraba, cuchicheaba y se reía por lo bajo.

No soy hombre que se meta en líos, así que no hice caso y continué a lo mío. Pero de pronto veo que la pareja se acerca, móvil en mano. Temí que vinieran a pedirme que les hiciera una foto. Odio eso. Odio esas jodidas caras sonrientes que pone la gente delante de una cámara fotográfica. ¿De qué se ríen? Aunque, por mi maldita pusilanimidad, habría sido incapaz de negarme. Por fortuna, cuando estaban a un par de pasos, pararon en seco. Se les borró la sonrisa de la cara y el tipo me dijo que les perdonase, que se habían equivocado, que en la penumbra me habían tomado por otro. Se dieron la vuelta y se largaron, indisimuladamente decepcionados. Me pregunté con quién diablos me habrían confundido ese par de idiotas. Pero solo por un segundo. En seguida volví a mis pensamientos y olvidé el asunto. Tenía cosas más importantes sobre las que reflexionar. Por ejemplo, en esa sensación muelle y por otro lado desconcertante de convertirme por una hora en mi propio padre. Me inquieta lo fácil que me resulta. Aunque, a poco que analizo, caigo en la cuenta que desde muy joven estoy acostumbrado a desdoblarme, a condescender. Con tal de no discutir soy capaz de dar la razón al mismísimo diablo.  Y ni siquiera se trata de discutir. Es algo más serio. Más profundo. Más humillante. Una incapacidad natural para mostrarme, un desprecio absoluto hacia mi personalidad, a la que considero desprovista de toda gracia y que, cuando me rodeo de amigos o compañeros de trabajo, incluso de desconocidos, me lleva a anularme, a afirmar o negar al ritmo que marca la opinión general. Algo tendrá que ver en esto el carácter tiránico de mi padre, su callada violencia y aquellas súplicas de mi madre de que no le llevara la contraria, de que era mejor seguirle la corriente con tal de no soportarle sus voces, sus desprecios y amenazas.

Me educaron para ser de plastilina. Por eso no encuentro ahora fuerzas para sacarla de la residencia y llevármela a casa, que es lo que en verdad me pide el cuerpo, cuidarla y dejar que “muera bajo su techo y en su cama”, como solía pedir ella cuando aún tenía conciencia de la realidad. Si yo fuera de otra manera, mi madre dormiría mañana mismo en su cama, pensaba yo cada noche. Para lo mismo decir mañana. Porque lo cierto es que me aterra enfrentarme al dictamen de los médicos y al qué dirán de los vecinos. Si yo tuviera más coraje…

Esos eran los pensamientos que me ocupaban aquel día en el bar en el que me confundieron por primera vez con otra persona. Rumié la idea hasta que ya no tenía más tuétano, me tomé un par de copas y me fui a casa.

A la mañana siguiente me levanté temprano para ir a la academia donde imparto clases de español a estudiantes extranjeros, chinos y coreanos en su mayoría. La academia me queda a media hora a pie. Me gusta madrugar, desayunar en casa y caminar sin prisas hasta la academia. Suelo detenerme en el mismo quiosco, donde pongo las monedas justas en las manos del quiosquero para que me dé el periódico sin que tener que intercambiar ni siquiera un buenos días. Solo que esa mañana coincidí con cierta señora que compraba una revista. Se me quedó mirando con descaro. Me incomodó. Y ella debió notarlo porque empezó a farfullar incoherencias, que si me admiraba desde hacía años, que si mi trabajo le parecía impecable, y que si me importaría darle un autógrafo. Yo, claro, iba a decirle que no eran horas para bromas, pero en cuanto abrí la boca ella metió la revista en el bolso y dijo perdón, me equivoqué, usted disculpe, le he tomado por otra persona. Y se alejó de allí a toda velocidad. El quiosquero me miró y se encogió de hombros. Pero a mí aquello de que me tomaran por otro dos veces tan seguidas me sonó a presagio de algo.

Las horas en la academia transcurrieron sin relieves. Con el resto de los colegas actué como suelo. Acunando mi voluntad a la de ellos. Diciendo que sí o que no en asuntos en los que ya ni me planteaba cuál era mi verdadera opinión, si es que alguna vez he tenido eso que se llama opinión propia. Todo con tal de mantener fluida mi presencia, adaptable, invisible. Cosa que suele funcionar. Por ese motivo me chocó tanto que de regreso a casa notase que sobre mi espalda se clavaban los ojos de gente a la que no conocía, algunos hasta me miraban con osadía y cuchicheaban a mi paso. Entré en un portal, a comprobar si por un descuido llevaba abierta la bragueta. O si algún pájaro se me había cagado en la camisa. Pero ni una cosa ni la otra. Un misterio. Hasta que a los pies de un paso de peatones, mientras aguardaba a que el semáforo se pusiera en verde, una señora me sonrió y me dijo, hola Carmelo, soy fan tuya desde los inicios de tu carrera, es para mí un honor saludarte. Yo miré a derecha e izquierda.

Yo no me llamo Carmelo, le dije. Y la señora bajó las gafas de sol hasta la punta de la nariz, me miró con detenimiento y se llevó las manos a la boca. El semáforo se puso en verde. La señora se disculpó precipitadamente y siguió su camino, dejándome tan confundido y atónito que se puso el semáforo en rojo antes de que diera un solo paso. Aquello ya pasaba de castaño oscuro. En cuanto el semáforo me lo permitió, eché a correr en dirección a la señora. Oiga, le dije, dígame, por favor, con quién me ha confundido. Y la señora, muy azorada, me suplicó que no se lo tuviera a mal, que no había sido su intención burlarse sino que al pronto me había tomado por Carmelo Gómez, el actor, pero que seguramente había sido la luz o que la vista le jugaba ya malas pasadas. Me volvió a pedir disculpas y la dejé que continuara su camino.

Cuando llegué a casa me planté delante del espejo. Ni de frente ni de perfil encontré un solo rasgo que recordara a Carmelo Gómez. Ni su boca, ni su nariz ni sus ojos tienen nada que ver con los míos. Sonreí y traté de olvidarme del asunto. Pero no pude.

En los siguientes días volvió a repetirse la escena. Y cada vez con más frecuencia. Y cada vez con más osadía. Desconocidos que me miraban con timidez, que cuchicheaban y que por fin se decidían a asaltarme y pedirme una foto o un autógrafo. Y siempre, en cada ocasión, el tipo por el que me tomaban era el mismo. Carmelo Gómez. Incapaz de contrariar a nadie, empecé dejarme llevar. Soy el hombre plastilina. Y, cuando quise darme cuenta, estaba firmando autógrafos y haciéndome retratos con desconocidos que me echaban el brazo por el hombro y sonreían a la cámara como si nos acabaran de contar un chiste tronchante. Juro que no conseguía dar explicación a tan extraño suceso. Nunca antes me había insinuado nadie, ni por asomo, que me pareciera a Carmelo Gómez. Fue una experiencia súbita y desconcertante, pero reveladora, catártica.

Claro está que yo sabía quién era Carmelo Gómez, pero nunca había sentido especial interés por él. En realidad, nunca había sentido especial interés por el mundo del arte. Desconocía todo de ese hombre, salvo que era actor y, así, de pasada, el título de alguna que otra película suya. Poco más. Y eso me colocó ante ciertas situaciones tirantes, por decirlo de modo suave. Hubo quien al estrecharme la mano me felicitaba por haber estado tan fino o tan acertado en mis declaraciones en tal o cual entrevista. Y yo, claro, no tenía ni idea de cuáles podían ser esas declaraciones, y me limitaba a dar las gracias y a desplegar una sonrisa con la que encubrir mi impostura. Otros me hablaban de tal o cual personaje que, interpretado por mí, es decir, por quien ellos creían que era yo, cobraba altura clásica. Yo respondía a los halagos arqueando las cejas y escabulléndome a la menor ocasión. Llegaba a casa acezando y con el corazón como pájaro en un incendio. Pero anegada el alma de novedoso ímpetu. Busqué en internet todo cuando sobre Carmelo Gómez se había publicado en los últimos veinte años. Sus entrevistas, sus viejas películas. En una de estas entrevistas decía: siempre me han catalogado de bicho raro, pero solo he tenido una sensibilidad especial desde niño, como mi madre. Y entonces pensé que acaso teníamos más parecido del que yo mismo me atrevía a reconocer.

A partir de ese instante encaucé mis energías en estudiar sus gestos, su modo de vestir y de peinarse. Incluso me compré unas gafas de sol como las suyas. Fue increíble el efecto de esa simple añagaza. Salía a la calle con un caparazón bien armado. La ciudad parecía ahora menos hostil. Lo que en realidad estaba ocurriendo es que mi plastilina comenzaba a endurecerse, a tomar textura de barro. Para colmo de casualidades, si es que las casualidades existen, por esos días empapelaron la ciudad con carteles anunciando La guerra de nuestros antepasados, una versión teatral de la novela de Miguel Delibes, protagonizada por Carmelo Gómez y Miguel Hermoso, que se representaría durante varios meses en el Teatro Bellas Artes. Ni qué decir tiene que compré mi entrada para el mismo día del estreno. Esperé a que apagaran las luces y, encasquetado en una gorra de visera y unas gafas de gruesa montura negra, tomé asiento en la tercera fila. El espectáculo me pareció soberbio. Ni siquiera imaginaba que pudiera hacerse semejantes cosas con la voz, con el cuerpo de un hombre, arrancar lágrimas entreverando palabras y silencios. A partir de ese día acudí puntual a cada representación. Pertrechado de bolígrafo y libreta tomaba nota de cada ademán, el modo en que torcía la boca o que encorvaba un poco la espalda, lo justo para darle pesadumbre al personaje, no debilidad. Reparaba en las modulaciones de su voz, en el modo sutil de arquear las cejas y tensar los labios en una fingida sonrisa para luego ensayar todo esto en casa. Hasta me hizo sonreír en esa escena en la que aflauta la voz y recita con tono infantil, mi abuela tenía un gato con el culo de trapo y las orejas de papel. Con todas esas herramientas yo robustecía mi carácter, le daba consistencia a mi personalidad. Cuanto menos de mí ponía y más de Carmelo, más sentido adquiría mi vida. Ya no trastabillaba la lengua al hablar. Miraba a los ojos. Hasta los andares se me tornaron seguros, poderosos.

Antes yo era el hombre plastilina, sin nada en lo que creer ni a lo que aferrarme. De pronto tenía un carácter, un rol interesante que interpretar. Y a él me ceñí con la desesperación del náufrago. A mis alumnos chinos y coreanos les importaba un rábano mi metamorfosis. Eran en su mayoría adolescentes que iban a lo suyo. Pero mis compañeros de trabajo sí que lo notaron. Ahora me miraban de otro modo. Me hablaban de otro modo. Con cierto recato. Una sutil deferencia. Yo me sentía tan bien en mi pellejo que un miércoles entré en el despacho de la directora de la residencia y le dije que me llevaba a mi madre. No se lo esperaba. Tan seria decisión, en un hombre al que tenía por apocado, la desconcertó. La dejé hablar. Nada de lo que dijera iba a cambiar mi decisión. Hasta tenía ya contratadas a dos mujeres para que me auxiliaran en las tareas engorrosas. Pero dejé que la directora expusiera su retahíla disuasoria. Hablaba y hablaba, hasta que de un salto me levanté, di un puño en la mesa y grité, acarmelando mucho la voz: mi abuela tenía un gato con el culo de trapo y las orejas de papel. La directora enmudeció. Por un momento no supe si iba a echarse a reír o a llorar. El caso es que media hora más tarde salía yo de la residencia con mi madre agarrada del brazo. Nos montamos en un taxi y en el trayecto hasta casa no dijimos más que cuatro palabras. Mi madre me miraba de reojo. Sin atreverse a decir lo que fuera que pasaba por su cabeza. Hasta que de pronto se sonrió y dijo, ya sé quién eres, le estaba dando vueltas sin lograr acordarme, y ahora he caído, tú eres el cura de la Regenta. Yo le guiñé un ojo y entramos en casa. Una de las mujeres me ayudó a instalarla en su dormitorio. En cuanto se quedó dormida me fui al Bellas Artes. Estaba tan emocionado con mis logros que ni reparé en que aún faltaba casi media hora para que abriera la taquilla. Decidí esperar en la puerta del teatro. Pero de pronto apareció Miguel Hermoso, el compañero de reparto de Carmelo, y me dijo, qué coño haces ahí parado, ya me tenías de los nervios, entra y pasa a maquillaje.

Me agarró del brazo y me empujó hasta el interior del teatro.

Yo me dejé hacer. Como en un sueño. Ni Miguel ni las maquilladoras notaban que no era a Carmelo Gómez al que tenían delante sino al hombre de plastilina. Di por supuesto que de un momento a otro aparecería el verdadero Carmelo y me sacarían de allí a empellones. Pero no apareció. El público fue llenando la sala. Llegó el momento de dar comienzo a la actuación. Yo la había visto tantas veces que me sabía de memoria cada frase, cada silencio, cada gesto y cada mohín. Pero una cosa es la memoria y otra el oficio. Yo no soy actor. Solo un hombre de plastilina. O eso pensé. Cuando sonaron los primeros compases que marcan el inicio de la función salí a escena como si en toda mi vida no hubiera hecho otra cosa. Como lo haría el mismísimo Carmelo Gómez. Fingiendo con insolente impunidad. Al día siguiente las críticas dijeron que había sido la mejor actuación de mi vida, la culminación de mi carrera. Debía ser cierto, porque el propio Miguel Hermoso me dijo, hoy has estado espléndido.

Yo me sentía dichoso, completo. De barro duro. De piedra granítica. Lo único que me hizo sentir incómodo fue que al aproximarme al pie del escenario a recoger los aplausos del público vi a un tipo con gorra de visera y gafas de montura ancha tomando notas en una libreta. No quise perder el tiempo desmaquillándome y salí a la calle a su encuentro. Nadie. Había sido una noche extraña, fascinante como un primer relato, nimbada de momentos portentosos. Me prohibí estropearla con presagios infundados. Pero no tenía ganas ni ánimos de volver a casa. Me metí en un bar. Uno de esos bares de la noche madrileña donde para llegar a la barra los codos han de convertirse en remos. Desde un rincón me dediqué a mirar. Me fascina esa congregación de carne joven ignorante de que lo es. Brindo por ellos. Y, de repente, me fijo en una chica que sonríe y que dice que sí y que no con la cabeza al ritmo que marca la conversación de sus amigos. No es ni guapa ni fea. Es solo una más de la tribu de los seres de plastilina. Me bastó una mirada para reconocerla. Cómo no reconocerme en ella. Se percató de que la estaba mirando. Me levanté de mi asiento y me acerqué, con mi mejor sonrisa en los labios. Cuando la tuve a un par de pasos me detuve. Borré la sonrisa. Disculpa, le dije, me he confundido, te he tomado por otra persona. Y volví a mi rincón de la barra. Solo que antes de llegar sentí que me tocaban en el hombro. Era ella. La chica de plastilina. Por favor, me dijo, dime con quién me has confundido. Yo aguanté la respuesta un par de segundos.

Con Irene Vallejo, la escritora, le dije. Y continué con mi copa. Ella regresó con sus amigos, pero ya no paraba de mirarse con disimulo al espejo de detrás de la barra.

Dejé mi copa a medias y me volví a casa con la sensación de ser una pieza en algún juego extraño, de haber echado algo gigantesco a rodar.

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