Leí una vez un cuento sobre unos hombres que vagaban perdidos por la jungla cuando, a punto de morir de fatiga y de hambre, se encontraron con un elefante blanco. El elefante, viéndoles tan en las últimas, les confesó que avanzando unos kilómetros encontrarían al pie de un barranco un elefante recién muerto con el que reponer fuerzas. Después, les dijo, siguiendo tal y tal sendero, saldréis de la selva. Dicho esto se fue. Los hombres echaron a andar y, en efecto, al llegar al barranco, allí estaba el cuerpo sin vida de un elefante, que resultó ser el propio elefante blanco, autoinmolado para salvar a los hombres de una muerte segura.
Cuando mis hijos eran pequeños solía contarles esta historia intentando hacerles comprender lo que yo pensaba de mis propios padres, de cómo entregaron las mejores carnes de su juventud para que mis hermanos y yo saliéramos indemnes de esa jungla que era la infancia en una familia numerosa y sin demasiados recursos. Pero igual podría servir para comprender el papel del arte y de los artistas en el mundo actual donde, a cambio de casi nada, con la carne de músicos, escritores, pintores, bailarines, actores, vamos sin saberlo alimentando el hambre de un alma que sin ellos sería ya sólo materia económica.
Es un cuento sobre la generosidad, que lo mismo podría servir para explicar esta situación de crisis, solo que en este cuento, nosotros, los perdidos, los famélicos, cuando encontramos a un elefante blanco, lejos de indicarnos el camino a casa, lo que nos muestra es el barranco por el que despeñarnos. Es un elefante carnívoro que, recorte a recorte, alimenta su egoísmo con nuestras entecas carnes.
En el cuento de la realidad, siempre que en la jungla aparece la crisis, nosotros somos el elefante blanco.
Publicado en la contraportada del periódico Extremadura