|
Volar es para pájaros. Foto de Imelda. |
Hay días en los que deseas que pasen cosas extrañas. Ocurre entonces que el estómago anda más raro que de costumbre, que los nervios vibran como las venas de un cantaor de flamenco o que notas una peculiar sensación en la lengua. La impaciencia te vence. Las horas son lentas y además no traen nada nuevo. Coges el coche y sales a quemar gasolina. No es raro que esto suceda de noche, en plena madrugada. Vas conduciendo solo, con la radio estropeada, cantando viejas canciones de viejos maestros que ya hace muchos años que se hicieron ricos a tu costa; pero tú no piensas en eso, en realidad tú no piensas en nada, sólo cantas, sólo gritas, sólo conduces a toda velocidad carretera adelante, esperando una iluminación, una señal, una llamada, un ovni, un accidente.
|
Foto Imelda Rodríguez Portillo |
De repente te detiene una señal de stop. Miras hacia la derecha y hacia la izquierda y no viene nadie; pero tú sigues allí parado, sin saber muy bien por qué. Entonces puede que suceda que ante tus ojos, en medio de la carretera, hay detenido un enorme perro negro con los ojos fosforescentes y la lengua colgante; o puede que en vez del perro lo que veas sea una culebra atravesando la calzada con absoluta indiferencia hacia tu estupefacción; o que un águila de esas de las que apenas quedan un ejemplar o dos en toda la Península pase rozando con sus alas la antena de tu radio. Algo extraño de cualquier manera. Incluso es posible que nada de esto suceda y que lo único que te haga estremecer mientras estás ahí detenido junto a la señal de stop sea el poderoso silencio, un silencio espeso como un frazada. Lo que sea. El caso es que tú intuyes que ese instante es fundamental, que estás viviendo una encrucijada de cuya resolución depende el resto de tu vida y que el destino te ha mandado, por medio de ese perro o ese águila o ese silencio, una señal. Lo intuyes, casi estás seguro; pero la intuición nunca es racional, pertenece al mundo animal, a eso que tú, querido amigo, sueles atribuir al “cerebro reptiliano” y que es una herramienta que los contaminados de raciocinio no llegamos a saber utilizar nunca.
Pues bien, tú luchas en tu interior por averiguar qué coño de significado puede tener todo ese montaje que la naturaleza ha gastado contigo, qué interpretación debes darle, qué hacer para no cometer ningún error y leer en su justo código los signos que te han mandado los dioses. Es un segundo, un minuto escaso. Es el día de la delgada línea roja: cuando la cruces tú vida será de otra manera.
Luego el silencio se rompe, la culebra se pierde entre los matorrales, el perro ya no está ahí o el águila se ha esfumado por las conteras de los álamos o los olivos. La magia se desvanece. El mundo ha vuelto a ser el de siempre y tú pisas de nuevo el acelerador y atraviesas la raya del stop. Qué ha ocurrido. No lo sé, pero algo sin duda trascendental, como toda encrucijada. Entonces es cuando decides dar la vuelta. Regresas a casa, pero ahora más despacio, masticando ese instante con las ruedas de tus pensamientos.
|
Rincón de Rocamador. Foto Imelda. |
Algo hay que hacer, una determinación hay que tomar. Esa premonición no puede ser en balde, la vida te ha enviado una señal para que la interpretes y la uses, no para dejarla pasar. Y es cuando tomas una determinación. ¿Qué problema es el más acuciante en ese momento para ti? ¿Tu matrimonio, tu trabajo, tus padres, tus estudios? El que sea, pero comprendes que ahí es donde duerme tu cáncer y donde debes meter el bisturí. Sí, para desenmarañar ese embrollo era para lo que estaba plantado el perro en la carretera. Lo comprendes con una claridad insoportable. Y esta súbita comprensión te llena de una excitación semejante a la del primer trago de alcohol que diste en tu vida. La sangre se te agolpa en las mejillas, sientes deseos de cantar otra vez. Pisas el acelerador con ganas de llegar, porque te ha entrado las prisas por aplicar esa revelación.
Entonces puede que llegues a casa; puede que te acuestes en el sofá o puede que aún eches el último cigarrillo apoyado contra la baranda del balcón, contando estrellas. Lo que está claro es que mañana hablarás con tu mujer y le pedirás el divorcio o hablarás con tu padre para cantarle las cuarenta o cambiarás de trabajo. Y esa resolución ya no tiene marcha atrás.
Luego pasan los años y te acuerdas de aquella noche, y te parece que es un sueño que te contó alguien. Como si no te perteneciera. Porque no puede ser verdad que te equivocaras tan brutalmente, que aquella noche no fuera tu noche, que aquella señal no te estaba esperando a ti, sino que te metiste en medio de la premonición de otro tipo. Porque es eso seguramente lo que pasó. Si no fue así, dime tú entonces cómo es posible que, habiendo seguido el dictado de una intuición tan palpable, al cabo de los años estés aún planteándote si aquella decisión fue la correcta, si aquel matrimonio fue el certero, si aquella charla con tu padre fue justa, si esa carta que enviaste no te cambió el destino.
Ahora estás sentado en tu sillón de tantos años y piensas en esto. Pero ya no hay opciones para el regreso. La partida ya casi ha llegado a su fin y sólo sientes un profundo cansancio y unas ganas terribles de que se juegue la última mano. Y, sin embargo, aún piensas en aquella noche, en los ojos de aquel perro.
¿Y si hubiera girado hacia la izquierda en vez de a la derecha? ¿Por qué no salí del coche y le pregunté directamente al águila, tal y como habría hecho Castaneda?
También pudiera ser que la decisión fuera exactamente la correcta y que lo más que se podía esperar de ti era que llegaras a ser este tipo tibio y sin color que está ahora escribiendo estas líneas; pudiera ser que de no haber sido por aquel perro ahora mismo estuvieras prostituyéndote en un sucio calabozo de una cárcel de provincias o vendiendo pescadillas pasadas en un supermercado que te escamotea el salario. Vaya usted a saber.
La cuestión, la verdadera cuestión, es que puede que haya muchos caminos, muchas maneras distintas de vivir la vida, pero como uno sólo puede elegir una nunca sabrá cuales eran las otras que le estaban reservadas y no le queda más remedio que pensar que es imposible equivocarse, pues es como si te piden que elijas un naipe de entre toda la baraja. Salga el que salga siempre queda ese montón de otros naipes burlándose de ti y de tu maldita suerte.
Fragmento de un nuevo libro de cuentos en preparación.