No es difícil, en este amanecer de sol y pedernal, quedarse con la imagen más emotiva de esta semana que agoniza. No será desde luego la de Rajoy dando la estocada de misericordia a Zapatero durante un Estado de la Nación que solo ha puesto en claro lo que ya muchos intuíamos: que si Zapatero nos tiene fritos, con Rajoy lo llevamos crudo.
Tampoco será la de ese cura de la Conferencia Episcopal llamando a la desobediencia civil por lo de la Ley de Muerte Digna, porque es evidente que nada indigna tanto a estos señores como el que la gente no apure del cáliz del sufrimiento hasta la última gota.
Ni, por supuesto, será la del fiasco del AVE Albacete -Toledo, ya que ese quintal de millones con tanta alegría despilfarrados son solo las barbas del vecino puestas a cortar.
Yo me quedo, justo hoy, cumpleaños de Hermann Hesse, aquel autor que en El juego de los abalorios imaginó un mundo gobernado por las artes, la ciencia y el sentido común, con una imagen que habrá hecho que los huesos del mismo Hesse se revuelvan en su tumba. Es una foto que capta el instante en que un indígena brasileño, jefe de no sé qué tribu, se entera de que sus tierras, junto a otras 400.000 hectáreas de selva, quedan confiscadas para construir sobre ellas la central hidroeléctrica de Belo Monte. El hombre no puede contenerse y llora. Dudo que este hombre sepa siquiera lo que es la electricidad, pero hay en su gesto de derrota más humanidad que en todo un Congreso de señores diputados. Sus lágrimas son la savia con la que nuestro aire acondicionado se alimenta. Lejos de acercarnos al mundo ideal de Hesse, el confort nos ciega, nos embrutece. También Circe, la bruja de la Odisea, se vale de un mísero plato de comida para convertir a los amigos de Ulises en cerdos.
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totalmente de acuerdo contigo… esta imagen es la expresión de la impotencia ante un dolor desgarrador provocado por un interés individual por encima del respeto a los demás-.