A la mañana siguiente me plantaba de nuevo en la frutería con la cesta como una boca hambrienta de piñas y de higos. Manoseaba las pulpas inequívocas de los tomates a la par que miraba de reojo las mejillas de la frutera, indiferente a las murmuraciones de la clientela, que hacían cola hasta mi diosa en una extraña ofrenda multicolor de tributos con piel de plástico. Llegado mi turno oficiábamos un rito sencillo pero delicioso. Ella mostraba el barquillo de coco que era su sonrisa y, mientras pesaba mis guisantes, decía » ¡ qué bien se cuida usted, don Ernesto! ¡ Menuda dieta ! «; y yo, tímido, pero reventón como una granada, le devolvía el cumplido: «sus manos, señorita, que rejuvenecen «.
Hasta que un día, al entrar en la tienda me encontré con que, a mi palmera cimbreante, la suplía una mujer, vulgar como una calabaza, que rompía con sus dedos romos el equilibrio escaleno de las fresas. » Ya no trabaja aquí, se casa mañana con el cajero del Central Hispano » me confesó la sustituta. Abandoné aquel templo mancillado castañeteándome todos los huesos, que parecía, mas que un hombre, una bolsa de nueces despeñada. Mi amor se fue tiznando, gratinando de fístulas, cubriéndose de manchas, poniéndose pocho como un plátano abandonado
Pasado algún tiempo coincidí con ella en un restaurante. La acompañaba su marido junto a otras parejas que reían con el bullicio siena del viernes noche. Se sentaron en una mesa contigua a la mía. Cuando miró para saludarme, descendí los ojos hacia el jugoso chuletón de retinto que dormitaba frente a mí, y separé con desprecio las patatas, el tomate y los guisantes, como quien aleja de sí un recuerdo doloroso.