Hay ciudades que son laberintos por donde el corazón se pierde. El truco está en llegar a ellas con los ojos propicios. Entonces te atrapan y quedas por siempre enganchado a su aire y de sus calles. Me pasó con Edimburgo. Me pasa con Madrid y Barcelona. Pero, sobre todo, me pasa con la ciudad de Cáceres. El nuestro es un romance que empezó en septiembre del año ochenta. La ciudad salió a recibirme con un Paseo de Cánovas alfombrado de una hilera de quioscos de libros de lance. Tuve la sensación de que me estaba cortejando. No nos habíamos visto nunca y ya parecía conocerme como una novia antigua. Me regaló justo lo que anhelaba mi pecho adolescente. Otoño, distancia y libros viejos. Desde entonces hemos mantenido un romance de vaivenes al que los años no hacen más que añadir mimbres que lo robustecen.
Ayer volví. Y encontré calles que son un canto a la desolación. Tiendas cerradas, negocios con el cartel de se vende o se traspasa como gritos de auxilio. Ya sé que éste se ha convertido en el paisaje cotidiano de nuestras ciudades. Pero es que Cáceres no es una ciudad más. Es una ciudad generosa en rincones memorables, rica en piedras que son como capítulos inmortales de Tito Livio. No en balde aseguran ciertos urbanitas que los arquitectos han herido más a las ciudades que el tiempo y que las guerras. Y Cáceres se libró, en gran medida, de esa lacra de arquitectos. El casco antiguo es un tesoro levantado en piedra. Y si padecen la crisis quienes viven sobre un tesoro es porque algo falla. Imagino que es cuestión de gestionar con tino este patrimonio, de hacer atractivo el reclamo de la piedra. Ahí me pierdo. No es mi oficio. Pero algo similar debió sentir Amancio Prada cuando me dijo una noche del otoño pasado, después de un concierto en el Gran Teatro, vivís sobre un suelo bendecido por la historia. Y esa noche es otro de los regalos que tenía reservado para mí esta ciudad.
Amancio Prada caminaba del brazo de Christine, su hermosísima pareja, Imelda y yo seguíamos su estela mientras el cacereño Paco Martín ejercía de perfecto anfitrión. Era una madrugada de invierno en la que la luz de las farolas convertía la niebla en un fular amarillo posado sobre los lomos de la muralla. Amancio se interesaba por la historia de cada rincón. Y, a veces, después del relato sobre una iglesia, un ventanal o un palacete se levantaba entre nosotros un silencio espeso como en las estaciones de trenes en la hora de las despedidas. Hacía frío, lloviznaba algo, pero era la luz, era el silencio, era la ciudad la que nos provocaba tiritones de estremecida belleza. Y, en un momento dado, Amancio Prada me tomó del brazo y me dijo confidente: también las piedras, como las gentes, guardan memoria, por eso estas ciudades antiguas son el patrimonio sentimental de nuestra raza. Cáceres, me dije yo, es un laberinto donde hasta el corazón de Amancio Prada se pierde. Es el tesoro familiar que enseñamos con orgullo a las visitas. Somos los guardianes de la piedra. Y eso también es un oficio.
Publicada en el diario HOY el sábado 24 de agosto del 2013