Nadie sabe a qué ha venido a este mundo. Un misterio. Un terrible misterio que vuelve locos a los hombres. Hay quien piensa que lo que importa es follar como descosidos, acumular poder, casas, coches de lujo, leer tu nombre en las páginas salmón de los periódicos. Otros, menos ambiciosos pero no menos arrogantes, aseguran que el truco está en llevar una vida sin altibajos, criar hijos, pagar impuestos y votar de vez en cuando, si es que eres de los que viven en un país donde esto es posible. Pero sospecho que nadie en sus cabales puede asegurar qué sentido tiene su paso por el mundo.
Admitir este desvalimiento fue el acto de inteligencia más alto al que llegaron los antiguos. Saber que no sabes nada. No es poco. Lo malo son los tiempos en que no hay lugar para la duda. Los tiempos de certezas absolutas. Tiempos de crisis, de ignorancia suma, tan oscuros que los hombres buscan el amparo de los dogmas como si fueran focos de luz. A mí siempre me asustaron los que no dudan, los que están tan convencidos de su alto destino que son capaces de salir a la calle cuchillo en mano y cortarle el pescuezo al primero que les sale al paso con tal de demostrar que Dios no solo existe sino que además es grande y está de su parte.
Las ciencias, la poesía, la música, las artes en cada una de sus ramas nunca fueron certeza de nada, pero han sido el bastón del que, mal que bien, nos hemos servido para avanzar por este mundo tan sembrado de baches y nebulosas. Son nuestros lazarillos y nuestros fareros. Los gobiernos no deberían sino allanarles el camino, ponerse a su disposición. En vez de eso, se les acosa, se les machaca a impuestos, se les ningunea. Y se premia a la religión. A la macroeconomía. A las respuestas absolutas. Y todavía dicen que nos representan.
Publicado en El periódico Extremadura el sábado 25 de mayo de 2013
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