Big Fish, de Tim Burton, es la historia de un hombre a quien se le va la vida por la boca, como a los peces. Un hombre al que la realidad se le antoja chapucera y decide maquillarla a su sabor. La película no está mal; en realidad está muy bien, es tierna, amable, poética, lo que me da rabia es que tiene elementos narrativos que ya habían inventado Alvaro Cunqueiro y Fernández Flores hace más de 50 años y, sin embargo, aquí suenan a novedad. Esos grajos premonitorios, esos gigantes con corazón de niño, esas brujas en cuyo ojo lacerado puede leerse el porvenir, ya estaban en la literatura española, como tantas otras cosas, a la espera de que un director avispado sepa sacarle los jugos y poner las cosas en su sitio.
Otro tanto ocurre con nuestras hazañas históricas, que las hay, y muy reales y muy importantes; o con nuestros héroes, que no son spidermanes ni arrojan rayos por los ojos ni se agruparon jamás en algo parecido a la Patrulla X, pero tienen la ventaja de que fueron hombres de carne y hueso, personas que contribuyeron con sus gestas a hacer un mundo transitable y humano, hombres con un corazón inmenso y una valentía a prueba de cualquier comparación, capaces de medirse con el mismísimo capitán Garfio si se pusiera a tiro y, por supuesto, tan loables o más que ese Frank T. Hopkins al que Viggo Mortensen interpreta en Océanos de fuego y cuyo mérito estriba en haber ganado una carrera de caballos a los árabes, sin tener en cuenta que nosotros no sólo les ganamos carreras y batallas, sino que aprendimos a convivir con ellos, lo cual tiene más mérito. Hollywood supo montarse, a expensas de Hidalgo, el caballo de Hopkins, un mito rentable. Nosotros tenemos, para cuando la industria los quiera ver, hibernando en olvidados anaqueles a todo un Babieca, a un Rocinante, incluso a un Lionfante -la magnífica montura que el Fanto Fantini de Cunqueiro usaba para sus fugas y que sabía recitar poemas en latín y griego y era perito en derecho procesal. Qué historias no nos contarían los americanos con semejante arsenal de realidad y fantasía.
Cuando uno piensa en el cine español de éxito de los últimos tiempos se le vienen a la cabeza títulos como El séptimo día, La mala educación, Solas, Los lunes al sol, obras muy dignas pero tristes, oscuras, que hunden al espectador en una melancolía de la que solo sale yéndose a mirar películas americanas. Y cuando nos ponemos espléndidos es aún peor; entonces nos da por hacer Torrente o Días de fútbol. Y no es que uno esté por creer que todo lo que salga de nuestro talento tenga que estar a la altura de Gladiator o El club de los poetas muertos, porque, vale, tampoco tenemos el mismo presupuesto, pero un poco de vértigo sí que da el pensar que el cine y la televisión están en manos de quienes está y que ellas son las que perfilan el carácter de las generaciones futuras. Con tales mimbres lo que enternecerá a mis hijos en un futuro llevará el título de El club de los pokémon muertos o Bob Esponja contraataca.
Mientras tanto, Cunqueiro sigue bostezando en los estantes de cualquier librería de saldo.