La luna brillaba a medias. Y al entrar al patio de armas del castillo se tenía la sensación de estar en el escenario de una película ya vista. Una película antigua y con un guión sin sorpresas. Arena y polvo, barras de latón y cervezas en vasos de plástico. Murmullo de gentes sobre una música de fondo con acordes de un Dylan mesiánico y algo fuera de lugar. Mil personas en un espectáculo para el que años atrás no habría bastado un mediano campo de fútbol. Es el instante en que uno se pregunta: ¿en qué piensas Ángel Romero, qué espíritu, qué hado te mantiene aún al frente de este negocio del cual ya han huido hasta las ratas?
Alguien hace callar a Dylan. Luego se apagan las luces. Y los focos iluminan el escenario sobre el que han surgido de la nada unos tipos armados de guitarras y percusiones. A los primeros acordes la gente se arremolina y se agolpa. Somos zombis en busca de un muerdo de emociones nuevas. Aparece Bebe y se escucha un romper de aplausos.
Bebe es menuda y frágil, llega envuelta en una sudadera de colores metalizados que le hacen parecer una niña en su primera prueba de voz. Pero cuando abre la boca y escupe al aire su canto de sirena de secano te das cuenta de que lo de niña era un disfraz que gasta la carne para engañar a los pacatos, que la tal fragilidad es un trampantojo de la carne. Se mueve y se contonea y hasta la sudadera acaba por convertirse en un arma de seducción masiva que arroja contra el suelo a la primera de cambio dejando al descubierto dos piernas a las que la luz de los focos nimba de un halo marmóreo, pétreo. Ahora es gigante. Uno comprende que el patio de armas ha sido tomado por una amazona a lomos de dos zapatos de plataforma estampados de animal-print psicodélico.
Es la primera vez que veo a Bebe sobre un escenario. Y no he salido decepcionado en absoluto. Por el contrario, me pareció un espectáculo interesante, serio, lleno de energía. Su fuerza parece impropia en un embalaje tan diminuto, su entrega es absoluta y sin fisuras. Conoce y acata la norma elemental que hace que un espectáculo funcione: se permite cualquier cosa menos aburrir al público. Y ella no aburre. Hipnotiza.
A mí sus letras no me dicen ni fu ni fa: Deseo que tus ojos me miren y me digan/ no pasa nada de nada monada nada de nada/ monada nada nada nada nada, ni siquiera estoy seguro de entenderlas por entero porque su voz se confunde y se pierde entre la música e incluso cuando habla es difícil seguirle el sentido. Qué carajo dices que no te entiendo, canta ella misma. Canta o susurra, murmura, ronronea. Hay un momento en que se tiene la sensación de estar ante la versión femenina y sexy de Albert Plá. Si Plá tuviera las piernas de esta chica seguro que en sus espectáculos gastaba minifaldas como las que usó Bebe mientras cantaba Y miro quince veces/ el billete del autobús/ y me aseguro de que mis piernas/ tengan depilado de-luxe. Plá es cómico y usa su comicidad en beneficio del espectáculo. Bebe es felina, sexual y salvaje, y hace bien en explotar sus recursos con esa maestría de mujer que sabe lo que tiene entre las manos. Baila como entre serpientes, enseña con delectación el delta de sus bragas, igual se frota contra la guitarra que contra el guitarrista. Juega a seducir y seduce. Hay entre el público muchas chicas a las que cuando cantan Perdida en el sillón de mi cuarto pienso en ti con mis manos, se les hace miel la saliva entre los labios.
El espectáculo se acaba. La gente pide un bis. Regresa la banda tras dos minutos de aplausos encendidos. Bebe tiene unas palabras de agradecimiento para los presentes, que son, a fin de cuentas, los que mantienen en pie el negocio, y concluye, muy en su línea: que folléis bien y que os follen bien, me cago en Dios, que eso es gratis. A mi lado, un tipo de barriga en expansión y con gafas de pantalla ahumadas y del tiempo de la UHF dice: gratis será para ti, guapa. Y Bebe desaparece en la noche, de nuevo recogida en si misma, menuda y frágil, pero dejando a su paso un reguero de sensualidad y de trabajo bien hecho.
Luego, un respiro para acudir en procesión a la barra de chapa. En el breve lapso que tarda una noche de agosto extremeño en calentar una cerveza en un vaso de plástico los técnicos han borrado del escenario los restos de Bebe, colocan todo para la siguiente función y se vuelven a apagar las luces.
Aún a oscuras, suena una guitarra. La potencia, la vibración, la calidad del sonido fue como una advertencia: chicos, comienza el verdadero espectáculo. Alguien a mi lado dice: esto sí es una puta banda de rock&roll. Y no se equivoca. El suelo tiembla. Y la gente, esas mil personas que evitarían el roce de un cuerpo ajeno incluso en el ascensor más estrecho, al reclamo de estos acordes se apretuja y se arracima, hermanados por una emoción que sólo transmite la música. La liturgia del rock acaba de empezar.
Durante unos minutos suena a solas la banda. Tres guitarras, bajo, teclado y batería se bastan para llevar a los estómagos de la parroquia a un punto de ebullición propicio. De entre la oscuridad aparece Loquillo. No ha abierto la boca y ya lo hemos recibido en grito unánime de triunfo. Hemos aplaudido a su silueta, a su estampa de héroe del rock&roll, nos hemos rendido a su figura de sobreviviente de un tiempo legendario y agonizante. Él lo sabe y nos lo canta:Nosotros que somos los de entonces/ los que no tenemos dónde,/ los que siempre hablamos solos./ Nosotros que no formamos parte,/ decidimos seguir al margen,/ viviendo en el alambre.
Loquillo es la antítesis del espectáculo que acabamos de ver. O quizás no tanto. Si el negocio de Bebe es su sensualidad de gata que ronronea y araña, el negocio de Loquillo es su sensualidad de tipo duro con el que no te gustaría discutir quién paga la siguiente ronda. Corta el aire con las manos en cada canción, lo golpea, lo trata a patadas. No necesita enseñar las bragas, no necesita de coreografías enrevesadas. Viste con la sobriedad de un telepredicador y se mueve con la contundente firmeza de un vendedor de Biblias. Y cuando abre la boca sabes que acabarás por comprarle todas las biblias que te quiera vender y que te afiliarás a cualquier religión en la que él sea el profeta. No vine aquí para hacer amigos/ pero sabes que siempre puedes contar conmigo./ Dicen de mí que soy un tanto animal,/ pero en el fondo soy un sentimental.
Las letras de Loquillo son como todo su espectáculo: pan de higo, contundente, fuerte, sabroso, y si lo que vas buscando es un tentempié en pan de Viena, musiquilla hueca y fácil con la que mover la cadera, es que te has equivocado de espectáculo. Loquillo rinde tributo a Johnny Cash, canta a Alberto de Cuenca, a Brassens, los envuelve en música de rock y nos lo arroja a los que estamos en la arena sin despeinar su viejo y melancólico tupé en el que ya herborizan las canas. Voy de negro por el joven que caerá/ en la guerra creyendo tener detrás,/ a Dios y a su madre de su lado,/ y no es verdad:es la carne del juego de un general.
Claro está que nos canta las canciones de su último disco. Yo no las conozco todas, pero me atrapa, me emociona. Su voz, su estética, hay algo nostálgico en esa estampa de paladín de las causas perdidas. Por otra parte, la banda es un muestrario de virtuosismo. Loquillo abandona el escenario en cada solo instrumental para subrayar el protagonismo de estos músicos que transmiten camaradería y un buen rollo contagioso. Entre el público hay voces que reclaman viejos éxitos. La mataré. Cadillac. Loquillo responde a todo con una sonrisa y continúa con la ruta que trae marcada. Rock Suave, Las chicas del Roxy, Cuando fuimos los mejores. El rompeolas.
Cuando por fin suenan los acordes de La mataré es como si al público le hubieran dado un billete gratuito hacia un tiempo pretérito. El suelo tiembla. Mil pares de pies abaten la tierra y todos corean al ritmo que va marcando la banda. Es la hostia. Es sentir que todo esto tiene un sentido, que la música es un misterio indescriptible, una ceremonia mística con su liturgia y sus profetas, y que hay que hacer lo que sea menester para que el rito de la música en directo no desaparezca. Sin tregua pasa a Cadillac y es como si de pronto el cielo se volviera más cercano, como si las estrellas que cubrían el patio de armas del viejo castillo se hubieran asomado a ver qué coño de milagro era ese que hacía unánimes mil corazones tan distintos.
Acabó el concierto. La gente agradece la experiencia con una ovación que se mete entre las rendijas de las piedras y hace que el castillo reverdezca y remoce. Pero no hay más. Es hora de abandonar la escena del crimen. Descendimos la cuesta del castillo en dirección a la ciudad con los acordes de las últimas canciones palpitando aún en la garganta. Fue una noche hermosa. Una noche en la que comprendes sin paliativos por qué Ángel Romero sigue enganchado a este veneno de un negocio en declive, pero tan necesario. Gracias Ángel. Gracias Bebe. Gracias Loquillo. Gracias a la música y a los músicos. Que se cumpla en vosotros los versos de esa canción de Loquillo: Envejecer sentado al piano de algún club,/ conservar ese brillo salvaje en los ojos,/ entretener con un digno «savoir faire» nada más,/ dejar cantar al corazón.
………………………………………….
* El sábado 25 de agosto se celebró en el patio de armas del castillo de Trujillo un festival de música organizado por el promotor Ángel Romero, en el que además de Bebe y Loquillo participaban las bandas Revolkón y Fuera del tiempo, de las cuales, por esas cosas que pasan y que no están en manos sino de los dioses, yo no tuve ocasión de disfrutar. Llegué justo cuando comenzaba Bebe. Seguramente me perdí gran parte del espectáculo, y de veras que lo lamento. Pero como no las vi no puedo hablar de ellas. Por eso les pido disculpas. Esta crónica fue escrita para la revista Imussic, y allí podréis encontrar esta y otras crónicas escritas por otros colaboradores y disfrutar de las fotos que para la ocasión hizo Diego Sánchez.