Llegué en septiembre a Barcelona. Era otoño en el mundo, primavera en mi vida, invierno en el Corte Inglés |
En el año ochenta y uno yo tenía pelo. Un pelo negro, largo, moro e inconstante que me abandonó cuando más lo necesitaba. En el año ochenta y uno yo tenía pelo, diecinueve años y un ideal, un ideal oriundo e impropio, también es cierto, pero, con todo, un ideal, que ya es tener algo. El mío era un ideal recién estrenado, reluciente, que se me ajustaba al alma, llenándomela de rozaduras al andar, como unos zapatos nuevos. Por eso mismo, para que el ideal, con el uso y el kilometraje le fuera tomando la postura al alma, decidí salir del pueblo y conocer mundo.
En el año ochenta y uno mi ideal y yo nos fuimos a Barcelona. Era septiembre en el mundo, invierno en el Corte Inglés y primavera en mi vida, aunque yo estaba demasiado joven aún para apreciarlo. Llegué a Barcelona en las vísperas de San Jordi, ese día en que los barceloneses se regalan un libro y una flor. Las Ramblas estaban preciosas, exultantes de tenderetes de flores y pájaros; la plaza de Cataluña celebraba su perenne congreso de palomas y de niños; el paseo Marítimo ofrecía a mis pueblerinos ojos su muestrario de razas y rarezas; y el mar, ay de aquel mar del año ochenta y uno, era como un gigantesco vendedor de alfombras que desplegaba fanfarrón su gama de verdes y de azules a la mirada atónita de los turistas.
Y yo paseaba por ese mundo nuevo con mis diecinueve años a cuestas, la cartera con más espacios vacíos que un piso con decoración japonesa, los ojos como platos sin fondos, mi ideal en el pecho y un constipado impresionante que, desde que llegué, me perseguía a todas partes como un chucho sin amo. Un día de esos, sería mediodía en el mundo, paseaba yo por las Ramblas, sonándome los mocos con todo el vigor e impunidad que permite el anonimato, cuando, de repente, se acercó una chica pelirroja, hermosa, blanquísima y reivindicativa que me puso en las manos una cuartilla en la que se exigía con mucha tinta y exclamaciones «salvemos a las ballenas». Recuerdo que charlamos un poco, que supe que le caí bien porque esas cosas se notan rápido, recuerdo que me invitó a una especie de reunión que su partido o secta o como quiera que se llamen las congregaciones de ángeles pelirrojos iba a celebrar esa misma noche en tal sitio y a tal hora. Pero, sobre todo, recuerdo sus ojos de encendido querubín mirándome una y otra otra, una y otra vez, a la altura del pecho, como un tic nervioso sobre el que no tuviera control. Yo, por supuesto, prometí que acudiría a su reunión. Nos despedimos. Ella siguió repartiendo panfletos Rambla abajo y a mi, en cuanto se dio la vuelta, me faltó tiempo para buscar en mi pecho lo que sea que fuera la causa de su obsesión. Y lo encontré.
Jugoso, líquido, amarillo y algo desmejorado ya, a la altura del cocodrilo de mi Lacoste azul, un medallón de mocos con el que me había condecorado a traición el chucho infiel de mi constipado. Tierra, trágame. Parecía que toda Barcelona entera apuntaba con sus ojos a mi medallón. Regresé a casa casi en volandas y con una mano en el pecho, a lo Napoleón. Cosas de la edad.
Yo, inútil es decirlo, no asistí a la reunión. Y hoy, en este verano que agoniza de treinta años después, sentado a la orilla de un mar que ya no me parece tan fanfarrón como el de entonces, me arrepiento mucho de no haber acudido; en realidad, ahora que lo pienso, he cometido muchas estupideces a lo largo de mi vida, y con todas ellas soy tolerante, de lo que me arrepiento son de las que no cometí por cobarde o por tímido, que viene siendo lo mismo. Pero esa es otra historia. Ahora, a la orilla del mar, pienso en aquella pelirroja que un día se quedó esperándome y me doy cuenta que desde entonces, desde aquel ochenta y uno lejano y mágico, cada vez que me cruzo con una pelirroja se me van los ojos a la altura del corazón, justo a la altura de donde aún palpita, sosegado, veterano, superviviente, mi viejo ideal.