ARAÑA: proviene del griego αράχνη- arácne, y de ahí la toma el latín que la convierte en aranea, araneus., del cual pasa, de modo natural, al castellano con la forma en que actualmente la conocemos: araña, y su cultismo arácnido. Es una de esas palabras que se ha transmitido, sin mutación alguna, por todos los diccionarios castellanos. Lo cual que es una ironía del destino, pues el origen de esta palabra no es otro que una mutación, una terrible metamorfosis, la de la hilandera Aracne.
Según cuenta Ovidio en las Metamorfosis, Aracne, hija de un humilde tintorero de Lidia, tuvo tal habilidad para el arte del hilado que por méritos propios llegó a convertirse en la hilandera más famosa y halagada de su época. Hasta el punto que su hinchada vanidad la llevó a creerse superior en su oficio a la misma Atenea Minerva, diosa de la artesanía, a la cual retó en una especie de duelo para genios del tapiz. La diosa, en un primer momento, disfrazada de anciana, trató de reconvenir a la muchacha, pero, cuando ésta insistió en su ofensa, Atenea, por supuesto, aceptó el reto. Confeccionó un impecable tapiz en el que se retrató a sí misma en uno de los episodios que más la llenaban de orgullo: la escena por la cual los ciudadanos de Atenas, en su honor, bautizaron la ciudad con su nombre. Aracne, por su parte, cuando descorrió el manto que cubría su lienzo, dejó a la diosa doblemente enfurecida. Por un lado, porque había tomado como motivo algo particularmente ofensivo para la divinidad: escenas en la que los dioses se metamorfoseaban en animales para seducir a sus amantes; segundo motivo, porque su obra era más bella y perfecta que la de la misma Atenea. De modo que la diosa, ya sea por un ataque de ira, ya sea porque no estaba dispuesta a consentir que una mortal se saliera con la suya, propinó una tunda de palos a su rival, no sin antes haber destrozado el tapiz de la discordia. Aracne, hemos de suponer que humillada y avergonzada por su irrespetuoso acto de soberbia, se suicidó ahorcándose. Pero como con Atenea las cosas nunca son sencillas, no quiso que la cosa acabara con la muerte y trajo a Aracne de nuevo a la vida, eso sí, transformándola en un ser de aspecto odioso: una araña; apariencia bajo la cual la pobre Aracne seguirá ejerciendo por toda la eternidad el talento que la llevó a la ruina.
El mito de Aracne ha sido estudiado desde múltiples perspectivas: como moralina que muestra las consecuencias de desobedecer a los dioses; como ejemplo del poder destructivo de la envidia; como reflexión sobre el arte creativo; incluso, desde un punto de vista freudiano, como lucha femenina provocaba por la envidia del pene. Para todos los gustos.
Lo cierto es que desde que lo escribiera Ovidio no ha dejado de ser fuente de inspiración. Desde Virgilio en sus Geórgicas, pasando por el Muipotmos de Edmund Spenser, los estudios de histeria de Freud, hasta los mundos de Tolkien, que se sirve dos veces del mito, una en Las dos torres, de la saga de El señor de los anillos, donde recrea el personaje de Aracne convertida en Ella-Laraña, y en El Silmarillion, donde aparece bajo el nombre de Ungoliant. También es fácil intuir a Aracne bajo la terrible araña de múltiples ojos llamada Acromántula de la saga Harry Potter.
Pero de todas estas recreaciones, mi preferida es la que hace Diego de Velázquez en su cuadro La fábula de Aracne, aunque todos la conocemos como Las hilanderas, pintado hacia 1657. La significación que de este cuadro hace el Ricardo Sanmartín en su estudio «Velázquez y Aracne» es la siguiente: «A causa de una ambición tan excesiva como la de Eva fue castigada Aracne, cuando planteó la competición entre contendientes cuya diferencia implica la distancia que media entre el don divino y la limitación de los mortales. La obra, pues, usando el mito para moralizar, como se hacía en el Barroco, parece sugerir cómo se vio obligada la Corona a pender colgada de su propia creación imperial de la misma manera que Aracne, quedando la herencia del reino encerrada en esa semilla de rey que era el infante Felipe Próspero, a los pies de su destino».
Teniendo, pues, tan noble y antiguo origen no es de extrañar que la palabra se colase en nuestras letras en cuanto hubiere ocasión, lo cual no tardó en ocurrir, ya que la encontramos, por vez primera en lengua castellana, en el verso «todos fuyen del fuego, como si fuese araña», que pertenece a la estrofa 1526 del Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita, escrito hacia 1330.
La definición que el Tesoro de COVARRUBIAS (1611) ofrece para esta entrada la resumimos del siguiente modo: «Dixose araña del nombre latino aranea, a fonte graeco áρáχνη (…) no impide a que no sea de primera raíz hebrea del verbo arach, texere. De aquí se llamó araña el enredo y engaño.» Es la primara vez, y la última, que un diccionario relaciona este étimo con el mito de Atenea y Aracne.
La anatomía de la araña, así como el sin fin de cualidades y defectos con los que se la relacionan – peligro, maldad, habilidad manual, arte del enredo, etc.- propiciaron desde muy pronto una fructífera polisemia que se pone de manifiesto ya en el primer diccionario de la Academia.
En efecto, el Autoridades, 1726, amén de la definición prototípica de araña, añade 19 entradas relacionadas con el término Araña, desde la que define al «Insecto venenoso de cuerpo pequeño», a la que lo relaciona con el «hombre vividor», con un tipo de alfombra, con un juego infantil, con un pez, una lámpara, y así hasta llegar al «arañuelo: red muy delgada para cazar pájaros». Pero nada nos dice de Aracne.
En la edición de 1869 se añade una acepción nueva, el mejicanismo «araña» como mujer pública, especificación locativa que se mantiene hasta 1914. A partir de 1925 persistirá la acepción, a la que se le van añadiendo varias más, pero ya no se hace constar su origen mejicano. En la 22 edición se suprime lo de mujer pública por «prostituta».
Pobre Aracne. De genio del tapiz a mujer de la calle en solo un puñado de ediciones del diccionario. Su suerte, a mi entender, habría sido bien distinta si en vez de nacer de la pluma de un pagano hubiera sido fruto de un Padre de la Iglesia. Hoy, tal vez, sería la santa patrona de las mujeres trabajadoras, y nadie lo merecería más que ella. Después de todo, fue la primera mujer que llamó la atención de los dioses no por la belleza de su cuerpo sino por su talento natural para ejercer un oficio. Toda una novedad.
De mi libro Nombres con nombre
Relacionado