Me llenan de ternura las mujeres que pasean colgadas del brazo de sus hijas jóvenes. Yo fui así un día, parece que van diciendo con los ojos. Me llenan de ternura y, al mismo tiempo, la decadencia de la carne me desconsuela. Escribo esto desde la terraza de un bar de Mérida, frente al teatro romano. Un poco más allá, se sienta una familia de turistas. Abuelo, padre, madre y dos hijas adolescentes. La madre fue hermosa, pero ya no lo es. Las hijas tienen de la madre su nariz altiva, su barbilla redondeada, su boca diminuta. Cuando las niñas hablan, a ella le asoma un brillo de alegría y de orgullo a los ojos. Y entonces le regresa al rostro como un recuerdo de su belleza perdida. Es como esta ciudad, como estas ruinas. Y me pregunto si no será que cada uno de nosotros lleva una ciudad en ruinas sobre los hombros. Paseamos nuestras propias ruinas sin saberlo, el espejismo de lo que un día fuimos y ya jamás seremos. Un manual de historia triste, eso son las arrugas que circundan los ojos de esta mujer que un día, no hace mucho, paseó su imperio por el mundo y, seguramente, como Roma, como Mérida, como nosotros mismos, también pensó que el tiempo la perdonaría. Y el tiempo ni siquiera perdonó a los dioses para quienes se levantaron un día estas piedras del teatro.