Cada pedazo de tierra que piso es una página de historia en barbecho. Camino con el alma embriagada por el aliento de mil estatuas de héroes a los que nadie recuerda, de placas en homenaje a poetas que nadie lee, de edificios que fueron sede de periodistas que soñaban con derrocar un régimen y ahora son sórdidas salas de cine equis. Pasamos ante ellos sin levantar la vista. Atrofiado el corazón por la pesadumbre de una hipoteca, olvidamos las gestas y las gentes que labraron lo mejor de nuestro pasado.
Camino por un parque repleto de niños que juegan a los pies de una estatua de San Juan de la Cruz. El poeta habría disfrutado con este bullicio novísimo, pero dudo que estos niños lleguen alguna vez a leer sus versos, ni siquiera que lleguen a saber quién fue o a quienes cantó. Si sus padres son incapaces de trasmitirles orgullo por una historia labrada en grandezas, qué diablos van a sentir ellos. Lo más probable es que ahoguen su primer brote de entendimiento en la alineación de un equipo de fútbol o un estúpido serial de televisión. No es por nada, es sólo que son hijos de este pueblo, dedicado desde hace demasiado tiempo a hacer que sus retoños pasen de puntillas por su historia, como en esas familias en las que no se permite mentar el nombre de una hija que salió puta. Y es curioso, porque los niños conocen al dedillo a esos superhéroes americanos que nunca existieron, pero ignoran a Quevedo o Larra. Y en estas llega Alatriste. Si al menos su película sirviera para convencerles de que los héroes de España no empiezan en Torrente y que nuestra historia es grande y heroica a pesar de los Austrias y los Borbones, no todo estaría perdido.
Publicado en el periódico Extremadura el día anterior al estreno de la película Alatriste.
El resultado, como se vió, fue decepcionate. Pero yo sigo manteniendo la misma idea: el cine tiene una gran deuda con nuestra historia, y es una herramienta imprescindible para sacudirnos los complejos.